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Isabel Allende - El plan infinito

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El plan infinito
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Описание книги "El plan infinito"

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Le sonrió y ella devolvió la sonrisa, se miraron con una tremenda simpatía, con la complicidad compartida desde niños. Gregory la tomó por los hombros y la besó levemente en los labios. — Te quiero–murmuró, consciente de que sonaba banal, pero era una verdad absoluta-. ¿Crees que resultaríamos como pareja?

— No.

— ¿Quieres hacer el amor conmigo?

— Me parece que no. Debo tener un problema de personalidad–rió ella-. Descansa y trata de dormir. Mike Tong recogerá a David en la escuela y vendrá a quedarse contigo por unos días. Yo volveré en la noche, te tengo una sorpresa.

Daisy era la sorpresa, noventa kilos de negra linda y alegre, puro chocolate reluciente, originaria de la República Dominicana, que cruzó medio México a pie y luego atravesó la frontera con otros dieciocho refugiados en el doble fondo de un camión cargado de melones, dispuesta a ganarse el sustento en el Norte. Daisy habría de cambiar las vidas de Gregory y David. Tomó a su cargo al niño sin quejas ni remilgos, con la misma estoica actitud con que había sobrevivido a las miserias de su pasado. No hablaba una palabra de inglés y su patrón tuvo que servirle de intérprete.

El método de criar chiquillos de Daisy dio buenos resultados en David, aunque también es cierto que tal vez el mérito no fue sólo suyo; el muchacho estaba en manos de un costoso equipo de profesores, médicos y psicólogos.

Ella no creía en ninguno de esos modernismos, ni siquiera aprendió a pronunciar la palabra hiperactivo en español. Estaba convencida de que la causa de tanto desbarajuste era más simple: el mocoso estaba poseído por el demonio, cosa bastante común, como aseguraba; ella conocía personalmente a muchas personas que habían corrido igual suerte, pero eso se curaba más fácil que un resfrío común, cualquier buen cristiano podía hacerlo.

Desde el primer día se dedicó a expulsar los íncubos del cuerpo de David mediante una combinación de vudú, oraciones a los santos de su devoción, sabrosos platos de comida caribeña, mucho cariño y algunas sonoras bofetadas que le propinaba a espaldas del padre sin que el afectado se atreviera a delatarla, la perspectiva de vivir sin Daisy le era intolerable.

Con paciencia encomiable la mujer se encargó de domesticarlo, si lo veía erizado como un puercoespín a punto de treparse por las paredes, lo envolvía en sus grandes brazos morenos, se lo acomodaba entre sus pechos de madre y le rascaba la cabeza, cantándole en su lengua asoleada hasta calmarlo.

La tranquilizadora presencia de Daisy, con su aroma de piña y azúcar, la risa siempre lista, el español sin consonantes y sus interminables historias de santos y de brujos que David no comprendía, pero cuyo ritmo lo arrullaba para dormir, dieron al fin seguridad al niño.

Gracias a esa ayuda en los asuntos fundamentales de la existencia cotidiana, Gregory Reeves pudo iniciar el lento y doloroso viaje hacia el interior de sí mismo.

Cada noche. durante un año, Gregory Reeves creyó que se moría. Cuando su hijo estaba dormido, la casa entraba en reposo y se quedaba solo, sentía la cercanía del fin. Cerraba la puerta de su cuarto con llave, para que no lo sorprendiera David si despertaba; no quería asustarlo, y luego se abandonaba al sufrimiento sin oponer resistencia. Era muy diferente a la vaga angustia de antes, a la cual estaba más o menos acostumbrado.

En el día funcionaba con normalidad, se sentía fuerte y activo, tomaba decisiones, manejaba su oficina y su casa, se ocupaba de su hijo y a ratos tenía la fantasía de que todo marchaba bien; pero apenas se encontraba solo en la noche un miedo irracional le caía encima. Se veía prisionero en un cuarto acolchado por todos lados, una celda para locos donde era inútil gritar o golpear paredes, no había eco, rebote ni respuesta, sólo un agobiante vacío. No conocía el nombre para esa pesadilla compuesta de incertidumbre, inquietud, culpa, sensación de abandono y profunda soledad, de modo que terminó por llamarlo simplemente la bestia.

Había intentado burlarla por más de cuarenta años, pero finalmente comprendió que nunca lo dejaría en paz, a menos que la derrotara en una contienda frente a frente. Apretar los dientes y resistir, como aquella noche en la montaña, le parecía la única estrategia posible contra ese enemigo implacable que lo atormentaba con una opresión de tenazas en el pecho, un golpeteo de martillos en las sienes, un ardor de leños encendidos en el estómago, una urgencia por echar a correr hacia el horizonte y perderse para siempre, donde nadie ni nada pudiera alcanzarlo, mucho menos sus propios recuerdos. A veces lo sorprendía el amanecer encogido como un animal acosado, otros se dormía rendido después de varias horas de lucha sorda y despertaba sudando en el tumulto de sueños que no podía recordar. En un par de ocasiones volvió a reventarle una granada dentro del pecho dejándolo sin aire, pero ya conocía los síntomas y se limitaba a esperar que desaparecieran, tratando de mantener a raya la desesperación, para no morirse de verdad.

Había pasado la vida engañándose con trucos de magia, pero había llegado la hora de sufrir sin atenuantes con la esperanza de cruzar el umbral y resucitar sano algún día. Eso le daba fuerzas para seguir adelante: el túnel tenía salida, todo era cuestión de resistir la marcha forzada del viaje hasta llegar al otro lado.

Descartó el alivio del alcohol porque tuvo la corazonada de que cualquier recurso de consuelo retardaría la curación de burro que se había impuesto. Cuando llegaba al límite de sus fuerzas invocaba la visión de su madre, tal como se le apareció después de su muerte, con los brazos extendidos y una sonrisa de bienvenida, que lo calmaba, aunque en el fondo sabía que se aferraba a una ilusión, esa madre afectuosa era una creación de su mente. Tampoco buscaba mujeres, aunque no permaneció totalmente célibe, de vez en cuando se le cruzaba alguna dispuesta a tomar la iniciativa y al menos por un par de horas podía relajarse, pero no volvió a caer en la trampa de fantasías románticas; había comprendido que nadie podría rescatarlo, que debía salvarse solo.

Rosemary, su antigua amante autora de libros de cocina, solía invitarlo a probar sus novedades culinarias y en algunas ocasiones lo acariciaba por bondad más que por deseo, y terminaban amándose sin pasión, pero con sincera buena voluntad. Mike Tong, todavía aferrado a un ábaco inverosímil a pesar del flamante equipo de computadoras de la oficina, no había logrado explicarle a su jefe todos los misterios de sus grandes libros garrapateados en tinta roja, pero al menos le había sembrado las primeras semillas de prudencia financiera. Debe poner orden en sus cuentas o nos iremos todos a la mierda, le rogaba su contador chino con su sonrisa inmutable y una reverencia cortés, estrujándose las manos de nervios. Por cariño a su jefe y desconocimiento del inglés había terminado usando el mismo vocabulario de Reeves.

Tong tenía razón; no sólo en las cuentas debía poner orden, también en el resto de su vida, que parecía a punto de irse a pique. Su barco hacía agua por tantas partes que los dedos no alcanzaban para tapar los agujeros del naufragio.

Comprobó el valor de la amistad de Timothy Duane y Carmen Morales, que aguantaban durante horas sus taimados silencios y no dejaban pasar una semana sin llamarlo o tratar de verlo a pesar de que su compañía resultaba muy poco divertida.

Estás insoportable, no puedo llevarte a ninguna parte; ¿qué pasa contigo?, te has puesto muy aburrido, se quejaba Timothy Duane, pero él también empezaba a cansarse del desorden. Había abusado mucho de su robusta constitución irlandesa, su cuerpo ya no resistía las bacanales que antes llenaban sus fines de semana de pecados y remordimientos. En vista de que Reeves no hablaba de sus problemas, en parte porque ni él mismo sabía qué diablos le pasaba, Dua–ne tuvo la idea salvadora de llevarlo casi a la fuerza al consultorio de la doctora Ming O'Brien, después de hacerlo jurar que no intentaría seducirla.

La conoció en una conferencia sobre momias, a la que él asistió para ver si existía alguna relación entre los embalsamadores de Egipto antiguo y la patología moderna, y ella para ver qué clase de desquiciado podría interesarse en semejante tema. Se encontraron durante una pausa en la cola para el café. Ella miró de reojo la maltratada estatua del Partenón que encendía una pipa a tres pasos del letrero que prohibía fumar, y Duane se fijó en ella pensando que esa criatura pequeña de cabello negro y ojos sagaces debía tener sangre china en las venas.

En efecto, sus padres eran de Taiwán. A los catorce años la embarcaron rumbo a América a casa de unos compatriotas a quienes escasamente conocían, con una visa de turista e instrucciones precisas de estudiar, salir adelante y no quejarse jamás, porque cualquier cosa que le sucediera siempre sería preferible al destino de una mujer en su tierra natal. Al año de llegar, la muchacha se había adaptado tan bien al temperamento americano que se le ocurrió escribir una carta a un parlamentario enumerando las ventajas de América y pidiéndole de paso una visa de residente. Por una de esas absurdas coincidencias, el político coleccionaba porcelanas Ming; de inmediato le llamó la atención el nombre de la chica y en un arranque de simpatía hizo arreglar sus papeles. El apellido O'Brien provenía de un marido de juventud, con quien Ming convivió diez meses antes de abandonarlo jurando que no volvería a casarse en los días de su vida.

Una segunda mirada reveló a Duane la discreta belleza de la doctora y cuando dejaron de hablar de momias y comenzaron a explorar otros temas, descubrió que por primera vez en muchos años una mujer lo fascinaba. No se quedaron hasta el final de la conferencia, partieron juntos a un restaurante de los muelles y después de la primera botella de vino Timothy Duane se encontró recitándole un monólogo de Brecht. La doctora hablaba poco y observaba mucho. Cuando quiso llevarla a su departamento, Ming se negó amablemente y siguió haciéndolo en los meses sucesivos, situación que mantuvo por mucho tiempo viva la curiosidad del atormentado pretendiente.

Para la época en que por fin comenzaron a vivir juntos, Timothy Duane ya estaba vencido.

— Nunca he visto una mujer con tanta gracia, parece una figura de marfil, y además es entretenida, no me canso de oírla… Creo que le gusto, no entiendo por qué me rechaza. — Pensé que sólo puedes hacerlo con putas. — Con ella sería diferente, estoy seguro. — ¿Que cómo lo aguanto, Greg? Con paciencia china… Además me gustan los neuróticos y Tim es el peor de mi carrera — explicaría años más tarde Ming O'Brien a Reeves con un guiño travieso, mientras picaba queso en la cocina del departamento que compartía con Duane. Pero eso fue mucho más tarde.

Después de muchas vacilaciones logré superar la idea de que los hombres no hablan de sus debilidades ni de sus problemas, prejuicio arraigado en mí desde los tiempos del barrio latino, donde ése es uno de los rasgos fundamentales de la virilidad. Me encontré instalado en una oficina donde todo parecía armónico, cuadros, colores y una rosa única y perfecta en un vaso de cristal. Supongo que todo eso invitaba al reposo y las confidencias, pero me sentía incómodo y al poco rato se me empapó la camisa, mientras me preguntaba para qué diantres había seguido el consejo de Timothy. Siempre me pareció una tontería pagar a un profesional que se beneficia por hora, especialmente si no se pueden medir los resultados. Las circunstancias me han obligado a hacerlo con David, quien no funciona sin ese tipo de ayuda, pero no pensé que podía tocarme a mí. Por otra parte, mi primera impresión de Ming O'Brien fue que pertenecía a otra constelación; nada teníamos en común, me dejé engañar por su cara de muñeca y salté a conclusiones que hoy me avergüenzan. La juzgué incapaz de imaginar siquiera los vendavales de mi destino, qué podía saber ella de la sobrevivencia en un barrio pobre, de mi desventurada hija Margaret, de los incontables problemas de David, enchufado a perpetuidad a un cable de alto voltaje, de mis deudas, mis ex esposas y el rosario de amantes transitorias, de la pelotera con los clientes y abogados de mi firma, un puñado de abusadores, del dolor en el pecho, el insomnio y el miedo de morirme cada noche. Mucho menos sabría de la guerra. Durante años había evitado los grupos de terapia de ex combatientes, me fastidiaba compartir la maldición de los recuerdos y el terror del futuro, no me parecía necesario hablar de ese aspecto de mi pasado, nunca lo hice entre hombres, menos lo haría ahora con esa imperturbable señora.

— Cuénteme algún sueño recurrente–me pidió Ming O'Brien.

Joder, lo que me faltaba es un Freud con faldas, pensé, pero después de una pausa demasiado larga calculé cuánto me costaba cada minuto de silencio y a falta de algo más interesante se me ocurrió mencionarle lo de la montaña. Reconozco que comencé en un tono irónico, sentado pierna arriba, evaluándola con un ojo entrenado en mirar mujeres, he visto muchas y en aquella época todavía les ponía nota en una escala de uno a diez, la doctora no está mal, decidí que merecía más o menos un siete. Sin embargo a medida que contaba la pesadilla fue apoderándose de mí la misma terrible angustia que sentía al soñarla, vi a mis enemigos vestidos de negro avanzando hacia mí, cientos de ellos, sigilosos, amenazadores, transparentes, mis compañeros caídos como brochazos escarlatas en el gris opri–mente del paisaje, las veloces luciérnagas de las balas atravesando a los asaltantes sin detenerlos, y creo que empezó a correrme el sudor por la cara, me temblaban las manos de tanto empuñar el arma, lagrimeaba por el esfuerzo de apuntar en la espesa neblina, y jadeaba buscando el aire que se me estaba transformando en arena.

Las manos de Ming O'Brien sacudiéndome por los hombros me devolvieron el sentido de la realidad y me encontré en una habitación apacible frente a una mujer de rasgos orientales que me traspasaba el alma con una mirada inteligente y firme. — Mire al enemigo, Gregory. Mírelo a la cara y dígame cómo es. Traté de obedecer, pero no distinguía nada en la niebla, sólo sombras. Ella insistió y entonces, poco a poco, las figuras se hicieron más precisas y pude ver al que tenía más cerca y comprendí aturdido que me estaba mirando en un espejo. — ¡Dios mío… uno de ellos se parece a mí! — ¿Y los otros? ¡Mire a los otros! ¿cómo son?

— También se parecen a mí… son todos iguales… ¡todos tienen mi cara!

Pasó un rato muy largo, tuve tiempo de secarme la transpiración y recuperar algo de compostura. La doctora me clavó sus ojos negros, dos abismos profundos por donde se fueron los míos, aterrorizados.

— Le ha visto el rostro a su enemigo, ahora puede identificarlo, ya sabe quién es y dónde está. Jamás volverá a atormentarlo esa pesadilla porque ahora su lucha será consciente–me dijo con tal autoridad que no me cupo la menor duda de que así sería.

Poco después salí del consultorio sintiéndome un tanto ridículo porque no controlaba la debilidad en las piernas y no pude despedirme de ella; no me salía la voz.

Regresé un mes más tarde, cuando comprobé que la pesadilla no se había repetido y acepté por fin que necesitaba su ayuda. Ella me estaba esperando.


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