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Isabel Allende - El plan infinito

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El plan infinito
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— La piel no importa nada. Mírale los ojos. Parece un hombre bueno. — Tiene los mismos ojos de Oliver–anotó Greg con un bostezo. Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial la vida era dura. Los hombres todavía partían al frente con cierto entusiasmo aventurero, pero a las mujeres la propaganda patriótica no les hacía más llevadera la soledad, para ellas Europa era una pesadilla remota, estaban hartas de trabajar para mantener la casa, de criar solas a sus hijos y del racionamiento. No se veía la pobreza generalizada de la década anterior, pero tampoco había prosperidad y aún deambulaban por las carreteras algunos campesinos en busca de nuevas tierras; la basura blanca, como los llamaban para diferenciarlos de otros tan pobres como ellos, pero mucho más humillados: los negros, los indios y los braceros mexicanos. Aunque las únicas posesiones terrenales de los Reeves eran el camión y su contenido, gozaban de mejor situación, parecían menos toscos y desesperados, tenían las manos libres de callos y la piel, aunque curtida por la intemperie, no era una suela seca, como la de los trabajadores de la tierra. Al cruzar las fronteras estatales los policías los trataban sin altanería, porque sabían distinguir los sutiles niveles de la pobreza y en esos viajeros no detectaban asomo de humildad. No los obligaban a descargar el camión y abrir sus bultos. como a los campesinos expulsados de sus propiedades por las tormentas de polvo, las sequías o las máquinas del progreso, ni los provocaban con insultos buscando pretexto para violentarlos, como a los latinos, los negros y los pocos indios sobrevivientes de las masacres y el alcohol; se limitaban a preguntarles adónde se dirigían. Charles Reeves, un sujeto de rostro ascético y mirada ardiente que se imponía por presencia, replicaba que era artista y llevaba sus cuadros a vender a una ciudad cercana. No mencionaba su otra mercancía para no crear confusión y verse obligado a dar largas explicaciones. Había nacido en Australia y después de dar vueltas por medio mundo en buques de contrabandistas y traficantes, desembarcó una noche en San Francisco. De aquí ya no me muevo, decidió, pero su naturaleza errante le impedía permanecer quieto en un lugar determinado, y apenas se le agotaron las sorpresas emprendió la marcha por el resto del país. Su padre, un ladrón de caballos que cumplió condena deportado a Sidney, cultivó en él la pasión por esos animales y por los espacios abiertos; el aire libre se lleva en la san gre, decía. Enamorado de los vastos paisajes y de la leyenda heroica de la conquista del oeste, pintaba tierras inmensas, indios y vaqueros. De su pequeña industria de cuadros y de las adivinanzas de Olga, vivía la familia.

Charles Reeves, Doctor en Ciencias Divinas, como él mismo se presentaba, había descubierto el significado de la vida en una revelación mística. Contaba que se hallaba solo en el desierto, como Jesús de Nazaret, cuando un Maestro se materializó en forma de víbora y le mordió un tobillo, vean la cicatriz. Agonizó por dos días y cuando sintió el hielo de la muerte subirle del vientre al corazón, su inteligencia se expandió de súbito y ante sus ojos afiebrados apareció el mapa perfecto del universo con sus leyes y secretos. Al despertar estaba curado del veneno y su mente había entrado en un plano superior del cual no pensaba descender. Durante aquel radiante delirio el Maestro le ordenó divulgar La única Verdad del Plan Infinito y él lo hizo con disciplina y dedicación, a pesar de los graves inconvenientes que esa misión representaba, como decía siempre a sus oyentes. Tantas veces repitió la historia que acabó creyéndola y no se acordaba de que adquirió la cicatriz en una caída de bicicleta. Sus sermones y libros aportaban muy poco dinero, apenas suficiente para alquilar el local de las reuniones y publicar sus obras en breves ediciones ordinarias. El predicador no contaminaba su labor espiritual con groseros propósitos comerciales, como era el caso de tantos charlatanes que en esa época recorrían el país aterrorizando a la gente con la ira de Dios para esquilmarla de sus escasos ahorros. Tampoco usaba el infame recurso de amedrentar a la audiencia hasta crear un clima de histeria, incitando a los participantes a expulsar al Maligno mediante espumarajos y revolcones, principalmente porque negaba la existencia de Satanás y esos escándalos le repugnaban. Cobraba un dólar por entrar a sus prédicas y otros dos por salir, porque en la puerta montaban guardia Nora y Olga con una pila de sus libros y nadie osaba pasar por delante sin adquirir un ejemplar. Tres dólares no era una suma exagerada, considerando los beneficios recibidos por los oyentes, que partían reconfortados en la certeza de que sus desgracias eran parte de un diseño divino, tal como sus almas eran partículas de la energía universal, no estaban desamparados, ni el cosmos era un negro espacio donde prevalecía el caos; existía un Gran Espíritu Unificador que le daba sentido a la existencia. Para preparar sus sermones Reeves echaba mano de las briznas de información a su alcance, de su experiencia y su certera intuición, amén de las lecturas de su mujer y de sus propias indagaciones en la Biblia y en el Reader's Digest.

Durante la Gran Depresión se ganó la vida pintando murales en las oficinas postales; así conoció casi todo el país, desde las tierras húmedas y calientes donde todavía se escuchaban ecos del llanto de los esclavos, hasta las montañas de hielo y los altos bosques; pero siempre volvía al oeste. Le había prometido a su mujer que su peregrinación terminaría en San Francisco, donde arribarían un luminoso día de verano en un futuro hipotético, y allí descargarían el camión por última vez y se instalarían para siempre. Aunque el trabajo de los murales para el correo había terminado hacía mucho, todavía conseguía de vez en cuando pintar un letrero comercial para una tienda o un cuadro alegórico para una parroquia, en cuyo caso los viajeros se detenían por un tiempo en el mismo sitio y los niños tenían oportunidad de hacer amigos. Fanfarroneaban ante otras criaturas enredándose en tantas exageraciones y mentiras que ellos mismos acababan temblando ante la visión pavorosa de osos y coyotes que los asaltaban de noche, indios que los perseguían para arrancarles el cuero cabelludo y bandoleros que su padre combatía a escopetazos. De las brochas y pinceles de Charles Reeves brotaban con asombrosa facilidad desde una rubia opulenta con una botella de cerveza en la mano, hasta un tremebundo Moisés aferrado a las Tablas de la Ley, pero esos trabajos importantes no eran frecuentes, en general sólo lograba vender modestas telas fabricadas a medias con Olga. Prefería pintar la naturaleza que lo apasionaba, rojas catedrales de roca viva, secas planicies del desierto y costas abruptas, pero nadie compraba lo que podía mirar con sus propios ojos y le recordaba las asperezas de su suerte. ¿Para qué colgar en la pared lo mismo que se divisaba por la ventana? El cliente seleccionaba en el National Geographic el paisaje más próximo a sus fantasías o aquel cuyo colorido hiciera juego con los gastados muebles de su sala. Otros cuatro dólares le daban derecho a un indio o un vaquero, y el resultado era un piel roja emplumado en las gélidas cumbres del Tibet o un par de vaqueros con sombrero de alas y botas de tacón batiéndose en duelo sobre las arenas nacaradas de una playa polinésica. Olga no demoraba mucho en copiar el paisaje de la revista, Reeves hacía la figura humana de memoria en pocos minutos y los clientes pagaban al contado y partían con el óleo aún fresco.

Gregory Reeves hubiera jurado que Olga siempre estuvo con ellos. Mucho más tarde preguntó cuál era su papel en la familia, pero nadie pudo contestarle porque en esos entonces su padre había muerto y del tema no se hablaba. Nora y Olga se conocieron en el barco de refugiados que las trajo de Odesa a través del Atlántico hasta Norteamérica, se perdieron de vista por muchos años y la casualidad las reunió cuando Nora ya estaba casada y la otra había consolidado su vocación de curandera. Entre ellas hablaban en ruso. Eran totalmente diferentes, tan introvertida y tímida la primera como exuberante la segunda. Nora, de huesos largos y movimientos lentos, tenía rostro de gato y peinaba en un moño sus largos cabellos pálidos, no usaba maquillaje ni adornos y siempre parecía recién aseada. En esos viajes polvorientos donde escaseaba el agua para lavarse y resultaba imposible planchar un vestido, ella se las arreglaba para presentarse tan pulcra como el blanco mantel almidonado de su mesa. Su carácter reservado se acentuó con los años, poco a poco se desprendió de la tierra, elevándose a una dimensión donde nadie pudo darle alcance. Oiga, varios años menor, era una morena bien plantada, baja de estatura, con redondos volúmenes, cintura apretada y piernas cortas, pero bien formadas e insolentes. Una mata de pelo salvaje teñido con henna caía sobre sus hombros como una estrafalaria peluca en diversos tonos de bermellón; se colgaba tantos abalorios que parecía un ídolo cubierto de baratijas, aspecto que la ayudaba en sus tareas divinatorias; la bola de vidrio y las cartas del Ta–rot brotaban como extensiones naturales de sus manos con anillos en todos los dedos. No tenía la menor curiosidad intelectual, sólo leía los crímenes en la prensa amarilla y una que otra novela romántica; también cultivaba la clarividencia con algún estudio sistematizado, porque la consideraba un talento visceral. O se tiene o no se tiene. es inútil tratar de adquirirla en los libros, decía. Nada Sabía de magia, astrología, cábala y otros temas propios de su oficio, apenas conocía los nombres de los signos zodiacales, pero a la hora de usar su bola de maga o sus naipes marcados resultaba un portento. Lo suyo no era una ciencia oculta, sino arte de fantasía, compuesto en su mayor parte de intuición y astucia. Estaba genuinamente convencida de sus poderes sobrenaturales; hubiera apostado la cabeza en favor de sus profecías y si le fallaban siempre tenía a flor de labios una disculpa razonable, por lo general se trataba de una mala interpretación de sus palabras. Cobraba un dólar por adelantado para adivinar el sexo de los niños en el vientre de la madre. Acostaba a la mujer en el suelo, con la cabeza hacia el norte, le colocaba una moneda en el ombligo y balanceaba sobre su barriga un trozo de plomo atado a un hilo de pescar. Si ese improvisado péndulo se movía en la dirección de las agujas del reloj nacería un niño y al revés una niña. El mismo sistema aplicaba con vacas y yeguas preñadas, apuntando a las ancas del animal. Daba su veredicto, lo escribía en un papel y lo guardaba como prueba contundente. Cierta vez regresaron a un caserío donde habían estado meses antes y una mujer acudió, acom pañada por una procesión de curiosos mal dispuestos, a reclamar su dólar.

— Usted me aseguró que iba a tener un niño y mire lo que me salió, otra chiquilla. ¡Y ya tengo tres! — No puede ser ¿está segura que le pronostiqué un varón? — ¡Claro. Cómo no voy a saber lo que usted me dijo, si para eso le pagué! — Me entendió mal–replicó Olga terminante. Se encaramó al camión, hurgó un rato en su baúl y produjo un trozo de papel que mostró a los presentes, donde había una sola palabra escrita: niña. Un hondo suspiro de admiración recorrió a los visitantes, incluyendo a la madre, que se rascó la cabeza, confundida. Olga no tuvo que devolverle el dólar y además fortaleció su reputación de adivina, no le alcanzó la tarde y parte de la noche para atender a la fila de clientes dispuestos a verse la suerte. Entre los amuletos y po–tiches que ofrecía, lo más solicitado era su «agua magnetizada, milagroso líquido envasado en toscos frascos de vidrio verde. Explicaba que se trataba sólo de agua común, pero dotada de poderes curativos porque estaba impregnada de fluidos psíquicos. Realizaba esta operación en noche de luna llena y, según habían comprobado Judy y Gregory, consistía simplemente en llenar los frascos, taparlos con un corcho y ponerles las etiquetas. pero ella aseguraba que al hacerlo cargaba el agua de fuerza positiva, y así debía ser, porque las botellas se vendían como pan caliente y los usuarios nunca se quejaron de los resultados. Según cómo se empleara prestaba diversos servicios: bebiéndola lavaba los riñones, frotándola aliviaba dolores de artritis y en el peinado mejoraba la concentración mental, pero no tenía efecto en dramas pasionales, como celos, adulterio o involuntaria soltería, en este punto la hechicera era muy clara y así se lo advertía a los compradores.

Tan escrupulosa era en sus recetas como en asuntos de dinero, sostenía que no existe buen remedio gratuito; sin embargo no cobraba por ayudar en un parto, le gustaba traer criaturas a este mundo, nada podía compararse al instante en que aparecía la cabeza del recién nacido en la sangrante abertura de su madre. Ofrecía sus servicios de comadrona en las fincas aisladas y los sectores más pobres de los pueblos, en especial los barrios de negros, donde la idea de dar a luz en un hospital era todavía una novedad. Mientras esperaba junto a la futura madre, cosía pañales y tejía botines para el niño y sólo en esas raras ocasiones se dulcificaba su pintarrajeado rostro de hechicera. Cambiaba el tono de su voz para animar a su paciente durante las horas más difíciles y para cantar la primera canción de cuna a la criatura que había traído al mundo. A los pocos días, cuando madre e hijo habían aprendido a conocerse mutuamente, se reunía con los Reeves, que acampaban cerca. Al despedirse anotaba en un cuaderno el nombre del niño, la lista era extensa y a todos los llamaba su–sahijados. Los nacimientos traen buena suerte, era su brusca explicación por no cobrar sus servicios. Tenía una relación de hermana con Nora y de tía regañona con Judy y Gregory a quienes consideraba sus sobrinos. A Charles Reeves lo trataba como a un socio, con una mezcla de petulancia y buen humor. Nunca se tocaban, parecían no mirarse siquiera, pero actuaban en equipo, no sólo en el negocio de los cuadros, sino en todo o que hacían juntos. Ambos disponían del dinero y los recursos de la familia, consultaban los mapas y decidían los caminos; salían a cazar, perdiéndose durante horas bosque adentro. Se respetaban y se reían de las mismas cosas, ella era independiente, aventurera y de carácter tan decidido como el predicador; estaba fabricada de su mismo acero, por lo mismo no la impresionaban el carisma ni el talento artístico de ese hombre. Era la reciedumbre masculina de Charles Reeves, que más tarde sería también la característica de su hijo Gregory, lo único que en algunos momentos la subyugaba.

Nora, la mujer de Charles Reeves, era uno de esos seres predestinados al silencio. Sus padres, Judíos rusos, le dieron la mejor educación que pudieron costear, se graduó de maestra y aunque dejó su profesión al casarse, se mantenía en forma estudiando historia, geografía y matemáticas para enseñarles a sus hijos, porque resultaba imposible enviarlos a la escuela con la vida de bohemios que llevaban. Durante los viajes leía revistas y libros esotéricos, pero sin la presunción de analizar esas lecturas; se limitaba a entregar la información al Doctor en Ciencias Divinas para que él la utilizara. No le cabía la menor duda de que su marido estaba dotado de poderes psíquicos para ver lo oculto y descubrir la verdad allí donde el resto de las personas sólo encontraban sombras. Se habían conocido cuando ninguno de los dos era muy joven y su relación siempre tuvo un tono educado y maduro. Nora estaba incapacitada para la vida práctica; su mente se perdía en sueños de otro mundo, más preocupada de las posibilidades del espíritu que de las vicisitudes cotidianas. Amaba la música, y los momentos más espléndidos de su anodina existencia fueron unas cuantas óperas a las que asistió en su juventud; atesoraba cada detalle de esos espectáculos, podía cerrar los ojos y escuchar las voces magistrales, conmoverse con las trágicas pasiones de los personajes y apreciar el colorido y las texturas del decorado y el vestuario. Leía partituras imaginando cada escena como parte de su propia vida, y los primeros cuentos que escucharon sus hijos fueron los amores malditos y las muertes inevitables de la lírica universal. En ese ámbito exagerado y romántico se refugiaba cuando las vulgaridades de la realidad la agobiaban. Por su parte Charles Reeves había recorrido todos los mares y se había ganado la subsistencia en diversos oficios; tenía a su haber más aventuras de las que alcanzaba a contar, varios amores fracasados a la espalda y algunos hijos sembrados por aquí y por allá, de quienes nada sabía. Al verlo arengar a un grupo de atónitos feligreses, Nora se prendó de él. Estaba resignada a su suerte de solterona, como tantas otras mujeres de su generación a quienes el azar no les puso un novio por delante y no tuvieron el coraje de salir a buscarlo, pero ese enamoramiento repentino a edad tardía le dio valor para vencer su natural modestia. El predicador había alquilado una sala cerca de la escuela donde ella enseñaba y distribuía propaganda para su charla cuando ella le echó la primera mirada. La impresionaron su rostro noble y su actitud decidida y por curiosidad fue a escucharlo, anticipando un charlatán como tantos que pasaban por allí sin dejar más rastro que unos papeles descoloridos pegados en los muros, pero se llevó una sorpresa. De pie ante su auditorio, frente a una naranja colgada por un hilo del techo, Reeves explicaba la posición del hombre en el universo y en El Plan Infinito. No amenazaba con castigos ni proponía salvación eterna, se limitaba a ofrecer soluciones prácticas para mejorar la convivencia, aquietar la angustia y preservar los recursos del planeta. Todas las criaturas pueden y deben vivir en armonía, Aseguraba; y para probarlo destapaba el cajón de la boa y se la enrollaba en el cuerpo, como una manguera de bombero, ante el asombro de sus oyentes que no habían visto nunca una culebra tan larga ni tan gorda. Esa noche Charles Reeves puso en palabras los sentimientos confusos que a Nora la agobiaban y no sabía expresar. Había descubierto las enseñanzas de Bahai Ullah y adoptado la religión Bahai. Esos conceptos orientales de amorosa tolerancia, de unidad entre los hombres, de búsqueda de la verdad y de rechazo de los prejuicios, se estrellaban contra su rígida formación judía y contra la estrechez provinciana de su medio, pero al oír a Reeves todo le pareció fácil; no había necesidad de calentarse el cerebro con aquellas contradicciones fundamentales puesto que ese hombre conocía las respuestas y podía servirle de guía. Deslumbrada por la elocuencia del discurso no puso atención en las vaguedades del contenido. Se sintió tan conmovida que logró vencer su timidez y acercarse a él cuando lo vio solo, con la intención de preguntarle si estaba enterado de la fe Bahai y en caso de que no lo estuviera, ofrecerle las obras de Shogi Ef–fendi. El Doctor en Ciencias Divinas conocía el efecto excitante de sus sermones sobre algunas mujeres y no vacilaba en hacer uso de tal ventaja. Sin embargo la maestra lo atrajo de manera diferente; había algo límpido en ella, una cualidad transparente que no era sólo inocencia, sino auténtica rectitud, un rasgo luminoso, frío e incontaminado, como el hielo. No sólo deseó tomarla en sus brazos, aunque ése fue su primer impulso al ver su extraño rostro triangular y la piel cubierta de pecas, sino también penetrar en la materia cristalina de esa desconocida y encender las brasas dormidas de su espíritu. Le propuso seguir viaje con él y ella aceptó de inmediato con la sensación de haber sido tomada de la mano de una vez para siempre. En ese momento, cuando imaginó la posibilidad de entregarle su alma, comenzó el proceso de abandono que marcaría su destino. Partió sin despedirse de nadie, con una bolsa de libros como único equipaje. Meses después, cuando descubrió que estaba embarazada, se casaron. Si acaso existía en verdad un fuego potencial bajo su flemática apariencia sólo su marido lo supo. Gregory vivió intrigado por la misma curiosidad que atrajo a Charles Reeves en aquella sala alquilada en un pueblo pobre del medio este, intentó mil veces derribar los muros que aislaban a su madre y tocar sus sentimientos, pero como nunca lo consiguió decidió que en su interior no había nada, estaba vacía y era incapaz de amar a nadie con certeza; a lo más manifestaba una imprecisa simpatía por la humanidad en general. Nora se acostumbró a depender de su marido, transformándose en una criatura pasiva que cumplía sus funciones por reflejo mientras su alma se evadía de los asuntos materiales. Era tan fuerte la personalidad de ese hombre, que para darle espacio ella se fue borrando del mundo, convirtiéndose en una sombra. Participaba en las rutinas de la convivencia, pero aportaba poco a la energía del pequeño grupo; sólo intervenía en los estudios de los niños y en asuntos de higiene y buena salud. Llegó al país en un barco de inmigrantes. y durante los primeros años, hasta que su familia logró vencer a la mala fortuna, se alimentó poco y mal, esa época de miseria le dejó para siempre el aguijón del hambre en la memoria, tenía la manía de los alimentos nutritivos y las píldoras de vitaminas. A sus hijos les comentaba algunos aspectos de su fe Bahai en el mismo tono empleado para enseñarles a leer o para nombrar las estrellas, sin el menor ánimo de convencerlos, sólo se apasionaba al hablar de música, únicas ocasiones en que acentuaba la voz y el rubor teñía sus mejillas. Más tarde aceptó criar a los niños en la Iglesia Católica, como era usual en el barrio hispano donde les tocó vivir, porque comprendió la necesidad de que Judy y Gregory se integraran al medio. Debían soportar demasiadas diferencias de raza y de costumbres como para mortificarlos además con creencias ignotas como su fe Bahai. Por otra parte, consideraba las religiones básicamente iguales; sólo le preocupaban los valores morales, de cualquier manera Dios se encontraba por encima de la comprensión humana, bastaba saber que el cielo y el infierno eran símbolos de la relación del alma con Dios, la cercanía al Creador conduce a la bondad y al goce apacible, la lejanía produce maldad y sufrimiento. En contraste con su tolerancia religiosa no cedía un ápice en los principios de decencia y cortesía; a sus hijos les lavaba la boca con jabón cuando proferían palabrotas y los dejaba sin comer si usaban mal el tenedor, pero los demás castigos corrían por cuenta del padre, ella se limitaba a acusarlos. Un día sorprendió a Gregory robando un lápiz en una tienda y se lo dijo a su marido, quien obligó al niño a devolverlo y a pedir disculpas y luego le quemó la palma de la mano con la llama de un fósforo, ante la mirada impasible de Nora. Gregory anduvo una semana con la llaga viva, pronto olvidó el motivo del escarmiento y quien se lo había infligido, lo único que guardó en su mente fue la rabia contra su madre. Muchas décadas después, cuando se reconcilió con la imagen de ella, pudo agradecerle calladamente los tres bienes capitales que le dejó: amor por la música, tolerancia y sentido del honor.


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