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Isabel Allende - El plan infinito

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El plan infinito
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Описание книги "El plan infinito"

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Aprendían inglés a medias y lo transformaban en un Spánglish de raíces tan firmes que con el tiempo acabó aceptado como la lengua chicana. Aferrados a su tradición católica y el culto a las ánimas, a un enmohecido sentimiento patriótico y al machismo, no se asimilaban y permanecían relegados por una o dos generaciones a los servicios más humildes. Los americanos los consideraban gente malévola, impredecible, peligrosa y muchos reclamaban que cómo diablos no era posible atajarlos en la frontera, para qué sirve la maldita policía, carajo, pero los empleaban como mano de obra barata, aunque siempre vigilados. Los inmigrantes asumían su papel de marginales con una dosis de soberbia: doblados si, pero partidos nunca, hermano. Olga había frecuentado ese barrio en varias oportunidades y allí se sentía a sus anchas, chapuceaba el español con desfachatez y casi no se notaba que la mitad de su vocabulario se componía de palabras inventadas. Pensó que allí podía ganarse la vida con su arte. Llegaron en el camión hasta la puerta del hospital y mientras Nora y Olga ayudaban a bajar al enfermo, los niños, aterrados, enfrentaban las miradas curiosas de quienes se asomaron a observar aquel ex traño carromato con símbolos esotéricos pintados a todo color en la carrocería.

— ¿Qué es esto? — inquirió alguien.

— El Plan Infinito, ¿no lo ve? — replicó Judy señalando el letrero en la parte superior del parabrisas. Nadie preguntó más. Charles Reeves quedó interno en el hospital, donde pocos días después le quitaron la mitad del estómago y le suturaron los agujeros que tenía en la otra mitad. Entre tanto Nora y Olga se acomodaron temporalmente con los niños, el perro, la boa y sus bultos, en el patio de Pedro Morales, un mexicano generoso que había estudiado años atrás el curso completo de las doctrinas de Charles Reeves y ostentaba en la pared de su casa un diploma acreditándolo como alma superior. El hombre era macizo como un ladrillo, con firmes rasgos de mestizo y una máscara orgullosa que se transformaba en una expresión bonachona cuando estaba de buen humor. En su sonrisa flameaban varios dientes de oro que se había puesto por elegancia después de hacerse arrancar los sanos. No permitió que la familia de su maestro quedara a la deriva. — Las mujeres no pueden estar sin protección, hay muchos bandidos por estos lados–dijo-, pero no había espacio en su casa para tantos huéspedes, porque tenía seis hijos, una suegra desquiciada y algunos parientes allegados bajo su techo. Ayudó a armar las carpas e instalar la cocina a queroseno de los Reeves en su patio, y se preparó para socorrerlos sin ofender su dignidad. Trataba a Nora de doña con gran deferencia, pero a Oiga, a quien consideraba más cercana a su propia condición, la llamaba sólo señora. Inmaculada Morales, su mujer, permanecía impermeable a las costumbres extranjeras y a diferencia de muchas de sus compatriotas en esa tierra ajena, que andaban maquilladas, equilibrándose en tacones de estilete y con rizos quemados por las permanentes y el agua oxigenada, ella se mantenía fiel a su tradición indígena. Era pequeña, delgada y fuerte, con un rostro plácido y sin arrugas, llevaba el cabello en una trenza que le colgaba a la espalda hasta más abajo de la cintura, usaba delantales sencillos y alpargatas, excepto en las fiestas religiosas cuando lucía un vestido negro y sus aros de oro. Inmaculada representaba el pilar de la casa y el alma de la familia Morales. Cuando se le llenó el patio de visitas no se inmutó, simplemente aumentó la comida con trucos generosos echándole más agua a los frijoles, como decía, y cada tarde invitaba a los Ree–ves a cenar, órale comadre, venga con los chamacos para que prueben estos burritos, o para que no se pierda el chile, miren que hay mucho, bendito Dios, ofrecía tímida. Algo avergonzados, sus huéspedes se sentaban a la hospitalaria mesa de los Morales.

Varios meses costó a Judy y Gregory comprender las reglas de la vida sedentaria. Se vieron rodeados por una calurosa tribu de chiquillos morenos que hablaban un inglés chapuceado y no tardaron en enseñarles su lengua, comenzando por «chingada» la palabra más sonora y útil de su vocabulario, aunque no era prudente mencionarla delante de Inmaculada. Con los Morales aprendieron a ubicarse en el laberinto de las calles, a regatear, distinguir de una mirada a los muchachos enemigos, esconderse y escapar. Con ellos iban a jugar al cementerio y a observar de lejos a las prostitutas y de cerca a las víctimas de accidentes fatales. Juan José, de la misma edad de Gregory, tenía un olfato infalible para la desgracia, siempre sabía dónde ocurrían los choques de ^ automóviles, los atropellos, las peleas a navajazos y las muertes. Él se encargó de averiguar en pocos minutos el sitio exacto donde un marido a quien su mujer abandonó por seguir a un vendedor viajero, se suicidó parándose delante del tren, porque no pudo con la vergüenza de ser llamado cornudo. Alguien lo vio fumando calmadamente de pie entre las dos líneas y le gritó que se apartara porque venía la máquina, pero él no se movió. El chisme llegó a oídos de Juan José antes de que ocurriera la tragedia. Los niños Morales y los Reeves fueron los primeros en aparecer en el sitio de la muerte y, una vez superado el espanto inicial, ayudaron a recoger los pedazos, hasta que la policía los sacó de allí. Juan José se guardó un dedo como recuerdo, pero cuando comenzó a ver al difunto por todas partes comprendió que debía desprenderse de su trofeo. Sin embargo, ya era tarde para devolverlo a los deudos porque los fragmentos del suicida habían sido sepultados hacía días. El muchacho, aterrorizado por el alma en pena, no supo cómo disponer del dedo, lanzarlo a la basura o dárselo a la boa de los Reeves no le pareció una forma respetuosa de reparar el mal. Gregory consultó en secreto a Olga y ella sugirió la solución perfecta: dejarlo discretamente sobre el altar de la iglesia, lugar consagrado donde ningún ánima en su sano juicio podría sentirse ofendida. Allí lo encontró el Padre Larraguibel, a quien todos llamaban simplemente Padre por la dificultad de pronunciar su apellido, un cura vasco de alma atormentada, pero gran sentido práctico, quien lo echó al excusado sin comentarios. Bastantes problemas tenía con sus numerosos feligreses como para perder tiempo indagando el origen de un dedo solitario. Los hermanos Reeves fueron a la escuela por primera vez en sus vidas. Eran los únicos rubios de ojos azules en una población de inmigrantes latinos donde la regla de sobrevivencia era hablar español y correr rápido. Los alumnos tenían prohibición de usar su lengua nativa, se trataba de aprender inglés para integrarse pronto. Cuando a alguien se le salía una palabra castiza al alcance del oído de la maestra, recibía un par de palmetazos en el trasero. Si a Cristo le bastó el inglés para escribir la Biblia, no se necesita otro idioma en el mundo, era la explicación para tan drástica medida. Por desafío los niños hablaban castellano en toda ocasión posible y quien no lo hacía era calificado de besa–culo, el peor epíteto del repertorio escolar. Judy y Gregory no tardaron en percibir el odio racial y temieron ser convertidos en papilla en cualquier descuido. El primer día de clases Grego–ry estaba tan asustado que no le salía la voz ni para decir su nombre.

— Tenemos dos nuevos alumnos–sonrió la maestra, encantada de contar con un par de chicos blancos entre tantos morenos-. Quiero que los traten bien, los ayuden a estudiar y a conocer las reglas de esta institución. — ¿Cómo se llaman, queridos?

Gregory se quedó mudo, aferrado al vestido de su hermana. Por fin Judy lo sacó del apuro.

— Yo soy Judy Reeves y éste es el tonto de mi hermano–anunció. Toda la clase, incluyendo a la profesora, se echó a reír. Gregory sintió algo caliente y pegajoso en los pantalones.

— Está bien, vayan a sentarse–les ordenó. Dos minutos más tarde Judy empezó a apretarse la nariz y a mirar a su hermano con expresión poco amable. Gregory fijó la vista en el suelo y trató de imaginar que no estaba allí, que iba en el camión por los caminos, al aire libre, que su padre nunca se había enfermado y esa escuela maldita no existía, era sólo una pesadilla. Pronto el resto de los niños percibió el olor y se armó un jaleo.

— Vamos a ver… ¿quién fue? — preguntó la profesora con esa sonrisa falsa que parecía tener pegada en los dientes-. No hay nada de qué avergonzarse, es un accidente, le puede ocurrir a cualquiera… ¿quién fue? — ¡Yo no me cagué y mi hermano tampoco, lo juro! — gritó Judy desafiante. Un coro de burlas y carcajadas acogió su declaración.

La maestra se acercó a Gregory y le sopló al oído que saliera de la clase, pero él se agarró a dos manos del pupitre, con la cabeza metida entre los hombros y los párpados apretados, rojo de bochorno. La mujer trató de sacarlo de un brazo, primero sin violencia y luego a tirones, pero el niño estaba adherido a su silla con la fuerza de la desesperación.

— ¡Váyase a la chingada! — aulló Judy a la profesora en su reciente español-. ¡Esta escuela es una mierda! — agregó en inglés. La mujer se quedó pasmada de sorpresa y enmudeció la clase.

— ¡Chingada. Chingada. Chingada! Vámonos, Greg, — Y los dos hermanos salieron de la sala tomados de la mano, ella con la barbilla en alto y él con la suya pegada al pecho.

Judy se llevó a Gregory a una estación de gasolina, lo escondió entre unos tambores de aceite y se las arregló para lavarle los pantalones con una manguera sin que nadie los viera. Volvieron a la casa en silencio.

— ¿Cómo les fue? — preguntó Nora Reeves extrañada de verlos de vuelta tan temprano.

— La maestra dijo que no tenemos que volver. Nosotros somos mucho más inteligentes que los otros alumnos. Esos mocosos ni siquiera hablan como la gente, mamá. ¡No saben inglés! — ¿Qué cuento es ése? — interrumpió Olga- -¿y por qué Gregory tiene la ropa empapada?

De manera que al día siguiente debieron regresar a la escuela, arrastrados de un brazo por Olga, quien los acompañó hasta la sala, los obligó a pedir disculpas a la maestra por los insultos proferidos y de paso advirtió a los demás niños que tuvieran mucho cuidado con molestar a los Reeves. Antes de salir enfrentó a la compacta masa de chiquillos morenos haciendo el gesto de maldecir, ambos puños cerrados y el índice y el meñique apuntando como cuernos. Su aspecto extraño, su acento ruso y aquel gesto tuvieron el poder de aplacar a las fieras, al menos por un tiempo.

Una semana después Gregory cumplió siete años. No lo celebraron; en verdad nadie ce acordó, porque la atención de la familia estaba puesta en el padre. Olga, la única que iba a diario al hospital, trajo la noticia de que Charles Reeves se encontraba por fin fuera de peligro y había sido trasladado a una sala común donde podían visitarlo. Nora e Inmaculada Morales lavaron a los niños hasta sacarles lustre, les pusieron sus mejores ropas, peinaron con gomina a los varones y con cintas en los moños a las niñas. En procesión partieron al hospital con modestos ramos de margaritas del jardín de la casa y una fuente con tacos de pollo y frijoles refritos con queso, preparada por Inmaculada. La sala era tan grande como un hangar, con camas idénticas a ambos lados y un eterno pasillo al centro que recorrieron en puntillas hasta el lugar donde se encontraba el enfermo. El nombre de Charles Reeves escrito en un cartón a los pies de la cama les permitió identificarlo; de otro modo no lo hubieran reconocido. Estaba transformado en un extraño, se había envejecido mil años, tenía la piel color de cera, los ojos hundidos en las órbitas y olía a almendras. Los niños, apretados codo a codo, se quedaron con las flores en las manos, sin saber dónde ponerlas. Inmaculada Morales, rubori zada, cubrió la fuente de tacos con su chal, y Nora Reeves comenzó a temblar. Gregory presintió que algo irreparable había sucedido en su vida.

— Está mucho mejor, pronto podrá comer–dijo Olga acomodando la aguja del suero en la vena del enfermo.

Gregory retrocedió hasta el pasillo, bajó las escaleras a saltos y luego echó a correr hacia la calle. En la puerta del hospital se acurrucó, con la cabeza entre las rodillas, abrazado a sus piernas como un ovillo, repitiendo chingada, chingada, como una letanía. Al llegar los inmigrantes mexicanos caían en casas de amigos o parientes, donde se hacinaban a menudo varias familias. Las leyes de la hospitalidad eran inviolables, a nadie se negaba techo y comida en los primeros días, pero después cada uno debía valerse solo. Venían de todos los pueblos al sur de la frontera en busca de trabajo, sin más bienes que la ropa puesta, un atado a la espalda y las mejores intenciones de salir adelante en esa Tierra Prometida, donde les habían dicho que el dinero crecía en los árboles y cualquiera bien listo podía convertirse en empresario, con un Cadillac propio y una rubia colgada del brazo. No les habían contado, sin embargo, que por cada afortunado cincuenta quedaban por el camino y otros cincuenta regresaban vencidos, que no serían ellos los beneficiados, estaban destinados a abrir paso a los hijos y los nietos nacidos en ese suelo hostil. No sospechaban las penurias del destierro, cómo abusarían de ellos los patrones y los perseguirían las autoridades, cuánto esfuerzo costaría reunir a la familia, traer a los niños y a los viejos, el dolor de decir adiós a los amigos y dejar atrás a sus muertos. Tampoco les advirtieron que pronto perderían sus tradiciones y el corrosivo desgaste de la memoria los dejaría sin recuerdos, ni que serían los más humillados entre los humildes. Pero si lo hubieran sabido, tal vez de todos modos habrían emprendido el viaje al norte. Inmaculada y Pedro Morales se llamaban a sí mismos «alambristas mojados», combinación de «alambre» y de «lomo mojado», como se designaba a los inmigrantes ilegales, y contaban, muertos de la risa, cómo cruzaron la frontera muchas veces, algunas atravesando a nado el Río Grande y otras cortando los alambres del cerco. Habían ido de vacaciones a su tierra en más de una ocasión, entrando y saliendo con hijos de todas las edades y hasta con la abuela, a quien trajeron desde su aldea cuando enviudó y se le descompuso el cerebro. Al cabo de varios años, lograron legalizar, sus papeles y sus hijos era ciudadanos americanos. No faltaba un puesto en su mesa para los recién llegados y los niños crecieron oyendo historias de pobres diablos que cruzaban la frontera escondidos como fardos en el doble fondo de un camión, saltaban de trenes en marcha, o se arrastraban bajo tierra por viejas alcantarillas. siempre con el terror de ser sorprendidos por la policía, la temida «Migra», y enviados de vuelta a su país en grillos, después de ser fichados como criminales. Muchos morían baleados por los guardias, también de hambre y de sed. otros se asfixiaban en compartimentos secretos de los vehículos de los «coyotes», cuyo negocio consistía en transportar a los desesperados desde México hasta un pueblo al otro lado. En la época en que Pedro Morales hizo el primer viaje todavía existía entre los latinos el sentimiento de recuperar un territorio que siempre fue suyo. Para ellos violar la frontera no constituía un delito sino una aventura de justicia. Pedro Morales tenía entonces veinte años. acababa de terminar el servicio militar y como no deseaba seguir los pasos del padre y del abuelo, míseros campesinos de una hacienda de Zacatecas, prefirió emprender la marcha hacia el norte. Así llegó a Tijuana, donde esperaba conseguir un contrato como 'bracero» para trabajar en el campo, porque los agricultores americanos necesitaban mano de obra barata, pero se encontró sin dinero. no pudo esperar que se cumplieran las formalidades o sobornar a los funcionarios y policías, ni le gustó ese pueblo de paso, donde según él los hombres carecían de honor y las mujeres de respeto. Estaba cansado de ir de acá para allá buscando trabajo y no quiso pedir ayuda ni aceptar caridad. Por fin se decidió a cruzar el cerco para ganado que limitaba la frontera, cortando los alambres con un alicate, y echó a andar en línea recta en dirección al sol, siguiendo las indicaciones de un amigo con más experiencia. Así llegó al sur de California. Los primeros meses lo pasó mal, no le resultó fácil ganarse la vida como le habían dicho. Fue de granja en granja cosechando fruta, frijoles o algodón, durmiendo en los caminos. en las estaciones de trenes, en los cementerios de carros viejos, alimentándose de pan y cerveza, compartiendo penurias con miles de hombres en la misma situación. Los patrones pagaban menos de lo ofrecido y al primer reclamo acudían a la policía, siempre alerta tras los ilegales. Pedro no podía establecerse en ningún sitio por mucho tiempo, la «Migra andaba pisándole los talones, pero finalmente se quitó el sombrero y los huaraches, adoptó el bluyin y la cachucha y aprendió a chapucear unas cuantas frases en inglés. Apenas se ubicó en la nueva tierra regresó a su pueblo en busca de la novia de infancia. Inmaculada lo esperaba con el traje de boda almidonado.


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