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Isabel Allende - El plan infinito

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El plan infinito
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— Los gringos están todos chiflados, le ponen duraznos a la carne y mermelada a los huevos fritos, mandan los perros a la peluquería, no creen en la Virgen María, los hombres friegan los platos en la casa y las mujeres lavan los automóviles en la calle, con sostén y calzones cortos, se les ve todito, pero si no nos metemos con ellos, se puede vivir de lo mejor–informó Pedro a su prometida. Se casaron con las ceremonias y fiestas habituales, durmieron la primera noche de esposos en la cama de los padres de la muchacha, prestada para la ocasión, y al día siguiente cogieron el bus rumbo al norte. Pedro llevaba algo de dinero y ya era experto en cruzar la frontera, estaba en mejores condiciones que la primera vez, pero igual iba asustado; no deseaba exponer a su mujer a ningún peligro. Se contaban historias espeluznantes de robos y matanzas de bandidos, corrupción de la policía mexicana y maltratos de la americana, historias capaces de escarmentar al más macho. Inmaculada, en cambio, marchaba feliz un paso detrás de su marido, con el bulto de sus pertenencias equilibrado en la cabeza, protegida de la mala suerte por el escapulario de la Virgen de Guadalupe, una oración en los labios y los ojos bien abiertos para ver el mundo que se extendía ante ella como un magnífico cofre repleto de sorpresas. No había salido nunca de su aldea y no sospechaba que los caminos podían ser interminables; pero nada logró desanimarla, ni humillaciones ni fatigas ni las trampas de la nostalgia, y cuando por fin se encontró instalada con su hombre en un mísero cuarto de pensión al otro lado del límite, creyó haber atravesado el umbral del cielo. Un año más tarde nació el primer niño, Pedro consiguió un puesto en una fábrica de cauchos en Los Angeles y tomó un curso nocturno de mecánica. Para ayudar a su marido, Inmaculada se empleó enseguida en una industria de ropa y luego para servicio doméstico, hasta que los embarazos y las criaturas la obligaron a quedarse en la casa. Los Morales eran gente ordenada y sin vicios, estiraban el dinero y aprendieron a utilizar los beneficios de ese país donde ellos siempre serían extranjeros, pero en el cual sus hijos tendrían un lugar. Estaban siempre dispuestos a abrir su puerta para amparar a otros, su casa se convirtió en un pasadero de gente. Hoy por ti, mañana por mí, a veces toca dar y otras recibir, es la ley natural de la vida, decía Inmaculada. Comprobaron que la generosidad tiene efecto multiplicador, no les falló la buena fortuna ni el trabajo, los hijos resultaron sanos y las amistades agradecidas; con el tiempo superaron las pobrezas del comienzo. Cinco años después de llegar a la ciudad Pedro instaló su propio taller de automóviles. Para la época en que los Reeves fueron a vivir en su patio eran la familia más digna del barrio, Inmaculada se había convertido en una madre universal y Pedro era consultado como hombre justo de la comunidad. En ese ambiente, donde a nadie le pasaba por la mente acudir a la policía o la justicia para resol ver sus conflictos, él actuaba como árbitro en los malentendidos y juez en las disputas.

Olga tenía razón, al menos en parte. Un mes después de la operación Charles Reeves salió del hospital por sus propios pies, pero su idea de volver a deambular por los caminos resultaba absurda porque era evidente que la convalecencia sería muy larga. El médico ordenó tranquilidad, dieta y control permanente, ni pensar en una vida nómada por un buen tiempo, tal vez años. El dinero de los ahorros se había terminado hacía mucho y la familia le debía una suma respetable a los Morales. Pedro no quiso oír hablar de ese asunto pues tenía con su Maestro una deuda espiritual imposible de pagar. Charles Reeves no era hombre capaz de aceptar caridad, ni siquiera de un buen amigo y discípulo, tampoco podían seguir acampando en el patio de una casa ajena y a pesar de las súplicas de los niños, que veían alejarse para siempre la posibilidad de abandonar la opresión de la escuela, el camión fue vendido luego de quitarle el letrero y el megáfono. Con el dinero recaudado y otro tanto conseguido en préstamos, los Reeves pudieron comprar una cabaña en ruinas en los límites del barrio mexicano.

Los Morales movilizaron a sus parientes para ayudar a reconstruir la choza. Ése fue un fin de semana indeleble para Gregory Reeves, la música y la comida latinas quedarían para siempre unidas en su mente con la idea de amistad. El sábado en la madrugada apareció en el lugar una caravana de diversos vehículos, desde una camioneta manejada por un hombronazo de contagiosa sonrisa, hermano de Inmaculada, hasta una columna de bicicletas en las cuales se trasladaron primos, sobrinos y amigos, todos provistos de herramientas y materiales de construcción. Las mujeres instalaron mesones en el terreno y arremangadas cocinaron para esa multitud. Volaban las cabezas decapitadas de los pollos, se apilaban los trozos de cerdo y vacuno, hervían las mazorcas, los frijoles y las papas, se asaban las tortillas, bailaban los cuchillos picando, partiendo y pelando, relucían al sol las fuentes con fruta y aguardaban en la sombra las de jitomate con cebolla, salsa brava y guacamole. De las ollas escapaban aromas de guisos suculentos, de garrafas y botellas escanciaban el tequila y la cerveza, y de las guitarras brotaban las canciones de la tierra generosa del otro lado de la frontera. Los niños correteaban con los perros entre las mesa, las niñas, muy compuestas, ayudaban en el servicio; un primo retardado de plácido rostro asiático lavaba los platos, la abuela chiflada, sentada bajo un árbol contribuía al coro de rancheras con su voz de jilguero; Olga repartía tacos entre los hombres y mantenía a raya a los chiquillos. Durante todo el fin de semana, hasta muy tarde en la noche, trabajaron alegremente bajo las órdenes de Charles Reeves y Pedro Morales, aserruchando, clavando y soldando. Fue una parranda de sudor y canto y el lunes amaneció la casa con las paredes bien apuntaladas, las ventanas en sus goznes, las planchas de zinc en el techo, y un piso de tablas nuevas. Los mexicanos desarmaron las mesas de la comilona, recogieron sus herramientas, sus guitarras y sus hijos, subieron a sus vehículos y desaparecieron por donde habían llegado, discretamente para que nadie les diera las gracias.

Cuando los Reeves entraron en su nuevo hogar Gregory preguntó si esa casa no se desarmaba, incrédulo ante la firmeza de las paredes. A los niños ese par de modestas habitaciones les pareció un palacete, nunca antes habían dispuesto de un techo sólido sobre sus cabezas, sólo la tela de una carpa o el cielo. Nora instaló su cocina a queroseno, puso en su cuarto la vieja máquina de escribir y en la sala, en un sitio de honor, su fonógrafo a manivela para escuchar ópera y música clásica; enseguida se dispuso a iniciar una nueva etapa. Olga, sin muchas explicaciones, decidió separarse de ellos. Al principio se quedó en el patio de los Morales con el pretexto de que la casa de los Reeves estaba muy lejos y hasta allí no llegaría su clientela, y poco después consiguió un cuarto de alquiler en los altos de un garaje, en el otro extremo del barrio, donde colgó un letrero ofreciendo sus servicios de adivina, comadrona y curandera. El rumor de su talento se regó rápidamente y confirmó su reputación cuando hizo desaparecer para siempre la barba y los bigotes de la dueña del almacén. En ese lugar, donde ni los hombres tenían mucho pelo en la cara, la almacenera era blanco de las burlas más crueles hasta que Olga intervino liberándola con una pócima de su invención; la misma que recetaba para curar la sarna. Cuando por fin la barbuda pudo lucir sus mejillas a plena luz del día las malas lenguas dijeron que al menos los pelos le daban un aire interesante; en cambio sin ellos era sólo una señora con cara de pirata. Se corrió la voz de que así como la curandera sanaba con sus ensalmos y ungüentos, igual podía hacer mal con sus brujerías; y la gente le tuvo respeto. Judy y Gregory iban a verla seguido y ella aparecía de vez en cuando a almorzar los domingos donde los Reeves, pero sus visitas se espaciaron y al fin se suspendieron del todo. Poco a poco su nombre dejó de mencionarse en la familia porque al hacerlo el aire se cargaba de tensiones. Judy, distraída con tantas novedades, no la echaba de menos, pero Gregory no perdió contacto con ella.

Charles Reeves volvió a ganarse la vida pintando. A partir de una fotografía podía producir una imagen bastante fiel en el caso de los hombres y muy mejorada en el de las señoras, a quienes les borraba las huellas de la edad, les atenuaba la herencia indígena o africana, les aclaraba la piel y el cabello y las vestía de gala. Apenas se sintió con fuerzas suficientes regresó también a sus prédicas y a escribir sus libros, que él mismo imprimía. A pesar de los obstáculos económicos de la empresa, El Plan Infinito siguió su curso a trastabillones, pero con tenacidad. El público se componía principalmente de obreros y sus familias, muchos de los cuales apenas entendían inglés, pero el predicador aprendió algunas palabras claves en español y cuando le fallaba el vocabulario recurría a un pizarrón donde dibujaba sus ideas. Al comienzo asistían sólo amigos y parientes de los Morales, más interesados en ver de cerca a la boa que en los aspectos filosóficos de la conferencia; pero pronto se supo que el Doctor en Ciencias Divinas era muy elocuente y podía trazar a gran velocidad unas caricaturas de lo más chulas, fíjese, hay que ver cómo las hace, así no más, sin mirar siquiera, y los Morales no tuvieron necesidad de presionar a nadie para llenar la sala. Al enterarse de las precarias condiciones en que vivían sus vecinos, Reeves pasó semanas en la Biblioteca, estudiando las leyes; así pudo ofrecer a sus oyentes, además de apoyo espiritual, consejos para navegar en las aguas desconocidas del sistema. Gracias a él los inmigrantes supieron que a pesar de ser ilegales gozaban de algunos derechos ciudadanos, podían acudir al hospital, enterrar a sus muertos en el cementerio del condado aunque siempre preferían enviarlos a su pueblo de origen y un sinnúmero de otras ventajas que hasta entonces desconocían. En ese barrio El Plan Infinito competía con los oropeles del ceremonial católico, los bombos y platillos del Ejército de Salvación, la novedosa poligamia de los mormones y los ritos de las siete iglesias protestantes del vecindario, incluyendo a los bautistas que se sumergían vestidos en el río, los adventistas que regalaban tarta de limón los domingos y los pentecostales que andaban con las manos levantadas para recibir al Espíritu Santo. Como no era necesario renunciar a la propia religión, porque en el Curso de Charles Reeves se acomodaban todas las doctrinas, el Padre Larraguibel de la Iglesia de Lourdes y los pastores de las otras creencias no pudieron objetar, aunque por una vez estuvieron todos de acuerdo y cada uno desde su púlpito acusó al predicador de ser un charlatán sin fundamento. Desde el primer encuentro, cuando el camión de los Reeves desembarcó su cargamento en el patio de los Morales, Gregory y Carmen, la hija menor de la familia, se hicieron íntimos amigos. Una mirada les bastó para establecer la complicidad que habría de durarles toda la vida. La niña era un año menor, pero en los aspectos prácticos re sultaba mucho más avispada, a ella le tocaría revelarle al otro las claves y los trucos de la sobrevivencia en el barrio. Gregory era alto, delgado, muy rubio, y ella pequeña, rechoncha, color azúcar dorada. El muchacho había adquirido conocimientos poco usuales, podía lucirse contando argumentos de ópera, describiendo paisajes del National Geographic o recitando versos de Byron: sabía cazar un pato, destripar un pescado y calcular en un instante cuánto recorre un camión en cuarenta y Cinco minutos si viaja a treinta millas por hora, todo de escasa utilidad en su nueva situación. Sabía meter una boa en un saco, pero no podía ir a la esquina a comprar pan; no había convivido con otras criaturas ni había entrado a una sala de clases, nada sospechaba de la maldad de los niños ni de las tremendas barreras raciales, porque Nora le había inculcado que las personas son buenas–lo contrario es un vicio de la naturaleza–y todas son iguales. Hasta que fue a la escuela Gregory lo creyó. El color de su piel y su absoluta falta de malicia irritaban a los demás, que le caían encima cuando podían, por lo general en el baño, y lo dejaban medio aturdido a golpes. No siempre inocente, a menudo provocaba los enfren–tamientos. Con Juan José y Carmen Morales inventaban bromas pesadas, como quitar con una jeringa el relleno de menta a unos bombones de chocolate, reemplazarlo por la salsa más picante de la cocina de Inmaculada y ofrecerlo a la banda de Martínez como quien fuma una pipa de la paz, para que seamos amigos ¿okey? Después debieron ocultarse por una semana.

Cada día, apenas tocaban la campana de salida, Gregory corría como un celaje hasta su casa, perseguido por una jauría de muchachos dispuestos a liquidarlo. Era de piernas tan veloces que solía detenerse en medio de la carrera para insultar a sus enemigos. Cuando su familia acampaba en el patio de los Morales no pasaba susto, porque la casa quedaba cerca, Juan José lo acompañaba y nadie podía alcanzarlo en un trecho corto, pero cuando se trasladaron a la nueva propiedad la distancia era diez veces mayor y las posibilidades de llegar a la meta a tiempo se reducían en forma alarmante. Cambiaba el recorrido, cogía por diversos atajos y conocía escondites donde solía esperar agazapado hasta que se aburrían de buscarlo. Una vez se deslizó en la parroquia, porque en clase de religión el Padre contó que desde la Edad Media existía la tradición de asilo dentro de las iglesias. Pero la pandilla de Martínez lo persiguió al interior del edificio y después de una escandalosa carrera saltando bancos, lo agarraron frente al altar y procedieron a darle una pateadura ante la mirada, impávida de los santos de bulto bajo sus aureolas de latón dora do. A los gritos acudió el enérgico cura, quien se encargó de quitar a Gregory los enemigos de encima tirándolos de los pelos. — ¡Dios no me salvó! — gritaba el niño más furioso que adolorido señalando al Cristo ensangrentado que precedía el altar. — ¿Cómo que no? ¿Y no llegué yo a ayudarte, mal agradecido? — rugió el párroco.

— ¡Demasiado tarde! ¡Mire cómo me tienen! — aullaba señalando sus moretones.

— Dios no tiene tiempo para pendejadas. Ponte de pie y límpiate la nariz–le ordenó el Padre. — Usted dijo que aquí uno está seguro…

— Claro, siempre que el enemigo sepa que se trata de un lugar sagrado, pero estos atorrantes no sospechan el sacrilegio que han cometido.

— ¡Su pinche iglesia no sirve para nada!

— ¡Cuidado con lo que dices, mira que te vuelo los dientes, muchacho desgraciado! — lo amenazó con la mano en alto el Padre. — ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! — alcanzó a recordarle Reeves y eso tuvo la virtud de aplacar el hervor de la sangre vasca en las venas del sacerdote, que respiró profundo para despejar la ira y trató de hablar en un tono más apropiado a sus santas vestiduras. — Escucha, hijo, tienes que aprender a defenderte. Ayúdate, que Dios te ayudará, como dice el refrán.

Y a partir de ese día el buen hombre, que en su juventud había sido un campesino pendenciero, se encerraba con Gregory en el patio de la sacristía para enseñarle a boxear sin mayores contemplaciones por las reglas de la caballerosidad. Su primera lección consistió en tres principios inapelables: lo único importante es ganar, el que pega primero pega dos veces y dale directo a las bolas, hijo, y que Dios nos perdone. De todos modos el chico decidió que el templo era menos seguro que el firme regazo de Inmaculada Morales, fortaleció la confianza en sus puños en la misma medida en que tambaleaba su fe en la intervención divina. Desde entonces, si estaba en apuros corría a la casa de sus amigos, saltaba la cerca del patio y se metía a la cocina, donde aguardaba que Judy acudiera en su rescate. Con su hermana podía caminar a salvo porque era la niña más bonita de la escuela; todos los muchachos estaban enamorados de ella y ninguno habría cometido la estupidez de hacerle una barrabasada a Gregory en su presencia. Carmen y Juan José Morales trataban de servir de enlace entre su nuevo amigo y el resto de la chiquillería, pero no siempre lo lograban porque Gregory resultaba extraño, no sólo por su color, sino porque era orgulloso, testarudo y taimado. Tenía la ca beza repleta de cuentos de indios, de animales salvajes, protagonistas de ópera y de teorías de almas en forma de naranjas flotantes y Logi, y Maestros Funcionarios, de las cuales ni el Padre ni las profesoras deseaban oír detalles. Además, perdía el control a la menor provocación y se lanzaba de frente, con los ojos cerrados y los puños listos; peleaba a ciegas y casi siempre perdía, era el más golpeado de la escuela. Se reían de él, de su perro–un bastardo de patas cortas y mala catadura–y hasta del aspecto de su madre, que se vestía a la antigua y repartía folletos de la religión Bahai o del Plan Infinito. Pero las peores burlas se centraban en su temperamento sentimental. El resto de los muchachos había interiorizado las lecciones ma–chistas de su medio: los hombres deben ser despiadados, valientes, dominantes, solitarios, rápidos con las armas y superiores a las mujeres en todo sentido. Las dos reglas básicas, aprendidas por los niños en la cuna, son que los hombres no confían jamás en nadie y no lloran por ningún motivo. Pero Gregory escuchaba a la maestra hablar de las focas de Canadá exterminadas a palos por los cazadores de pieles o al Padre referirse a los leprosos de Calcuta y, con los ojos aguados, decidía de inmediato irse al norte a defender a las pobres bestias o al Lejano Oriente de misionero. En cambio lo aturdían a golpes sin arrancarle lágrimas; por soberbio prefería que lo chingaran antes que pedir clemencia, sólo por eso los otros muchachos no lo consideraban maricón perdido. A pesar de todo era un chico alegre, capaz de sacarle música a cualquier instrumento, con una memoria infalible para los chistes, el favorito de las niñas en el recreo. A cambio de sus lecciones de boxeo el Padre le exigió ayuda en las misas del domingo. Cuando Gregory lo comentó en casa de los Morales tuvo que soportar una andanada de bromas de Juan José y sus hermanos. hasta que Inmaculada los interrumpió para anunciar que por burlarse, su hijo Juan José también sería monaguillo y a mucha honra, bendito Dios. Los dos amigos pasaban horas a regañadientes en la iglesia esparciendo incienso, tocando campanillas y recitando latinazgos, ante la mirada atenta del sacerdote, quien aun en los momentos álgidos los vigilaba con su famoso tercer ojo, ese que la gente decía que tenía en la nuca para ver los pecados ajenos. Al hombre le gustaba que uno de sus ayudantes fuera moreno y el otro rubio; consideraba que esa integración racial sin duda complacía al Creador. Antes de la misa los niños preparaban el altar y después ordenaban la sacristía; al irse recibían un pan de anís de regalo, pero el verdadero premio eran unos sorbos clandestinos del vino ceremonial, un licor añejo, dulce y fuerte como jerez. Una mañana fue tanto el entusiasmo que sin medirse despacharon la botella y se quedaron sin vino para la última misa. Gregory tuvo la inspiración de sustraer unos centavos de la colecta y salir disparado a comprar Coca–Cola. La revolvieron para quitarle el gas y enseguida llenaron la vinajera. Durante el oficio estaban hechos unos payasos y ni siquiera las miradas asesinas del sacerdote lograron impedir cuchicheos, carcajadas, tropezones y campanillazos a destiempo. Cuando el Padre levantó el copón para consagrar la Coca–Cola, los muchachos se sentaron en las gradas del altar porque no se tenían en pie de la risa. Minutos más tarde el sacerdote bebió el líquido con reverencia, absorto en las palabras litúrgicas y al primer sorbo se dio cuenta de que el diablo había metido mano en el Cáliz, a menos que por una vez la consagración hubiera producido un cambio verificable en las moléculas del vino, idea que su sentido práctico descartó de inmediato. Tenía un largo entrenamiento en las vicisitudes de la vida y continuó la misa impertérrito, sin un gesto que revelara lo ocurrido. Terminó el ritual sin prisa, salió dignamente seguido por sus dos monaguillos a trastabillones, y una vez en la sacristía se quitó una de sus pesadas sandalias de suela y procedió a darles una contundente paliza. Ése fue el primero de muchos años difíciles para Gregory Reeves; fue un tiempo de inseguridad y temores en el cual muchas cosas cambiaron, pero también de travesuras, amistad, sorpresas y descubrimientos.


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