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Isabel Allende - El plan infinito

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El plan infinito
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Hace un calor implacable, el paisaje está seco, no ha llovido desde el comienzo de los tiempos y el mundo parece cubierto de un fino talco rojizo. Una luz inclemente distorsiona el contorno de las cosas, el horizonte se pierde en la polvareda.

Es uno de esos pueblos sin nombre, igual a tantos otros, una calle larga, una cafetería, una solitaria bomba de gasolina, un retén de policía, los mismos míseros comercios y casas de madera, una escuela en cuyo techo flota una bandera desteñida por el sol. Polvo y más polvo. Mis padres han ido al almacén a comprar las provisiones de la semana, Olga ha quedado a cargo de Judy y de mí. Nadie anda por la calle, las persianas están cerradas, la gente espera que refresque para volver a la vida. Mi hermana y Olga dormitan en un banco en el porche de la tienda, aturdidas por el calor, las moscas las acosan, pero ya no se defienden y dejan que les caminen por la cara. En el aire flota un aroma inesperado de azúcar tostada. Grandes lagartijas azules y verdes se asolean inmóviles, pero cuando trato de atraparlas huyen a refugiarse bajo las casas. Estoy descalzo y siento la tierra caliente en la planta de los pies. Juego con Oliver, le tiro una gastada pelota de trapo, me la trae, la lanzo de nuevo, y así me alejo del lugar; doblo una esquina y me encuentro en un callejón estrecho, en parte sombreado por los rústicos aleros de las casas. Veo a dos hombres, uno es rollizo y tiene la piel de un rosado encendido, el otro es de pelo amarillo, visten overoles de trabajo, están sudando, tienen las camisas y los cabellos empapados. El gordo mantiene atrapada a una chiquilla negra, no debe tener más de diez o doce años, con una mano le tapa la boca y con el otro brazo la inmoviliza en el aire, ella patea un poco y luego se queda quieta, tiene los ojos enrojecidos por el esfuerzo de respirar a través de la mano que la amordaza. El otro me da la espalda y forcejea con sus pantalones. Ambos están muy serios, concentrados, tensos, jadeando. Silencio, sólo oigo esos resoplidos ajenos y el latido de mi propio corazón. Oli–ver ha desaparecido, las casas también, sólo quedan ellos suspendidos en el polvo, moviéndose como en cámara lenta, y yo, paralizado. El de pelo amarillo escupe dos veces en su mano y se acerca, separa las piernas de la niña, dos palillos delgados y oscuros que cuelgan inertes, ahora no puedo verla a ella, aplastada entre los cuerpos macizos de los violadores. Quiero escapar, estoy aterrorizado, pero también deseo mirar, sé que está sucediendo algo fundamental y prohibido, soy partícipe de un violento secreto. Se me va el aliento, trato de llamar a mi padre. abro la boca y la voz no me sale, trago fuego, un alarido me llena por dentro y me ahoga. Debo hacer algo, todo está en mis manos, la decisión justa nos salvará a los dos, a la chica negra y a mí, que me estoy muriendo, pero no se me ocurre nada y tampoco puedo hacer ningún gesto, me he vuelto de piedra. En ese instante oigo a lo lejos mi nombre, Greg, Greg y aparece Olga en el callejón. Hay una larga pausa, un minuto eterno en el cual nada sucede, todo está quieto. Entonces vibra el aire con el largo grito, el ronco y terrible grito de Olga y enseguida los ladridos de Oliver y la voz de mi hermana como un chillido de rata, y por fin logro sacar la respiración y empiezo a gritar también, desesperado. Sorprendidos, los hombres sueltan a la chica, que toca el suelo y echa a correr como un conejo despavorido. Nos observan, el de pelo amarillo tiene algo morado en la mano, algo que no parece parte de su propio cuerpo, y trata de introducirlo dentro de los pantalones, por último dan media vuelta y se alejan, no están turbados, se ríen y hacen gestos obscenos, no quieres un poco tú también, puta loca, le gritan a Olga, ven que te lo metemos. En la calle queda la braga de la muchacha. Olga nos agarra de la mano a Judy y a mí, llama al perro y caminamos de prisa; no, corremos hacia el camión. El pueblo ha despertado y la gente nos mira.

El Doctor en Ciencias Divinas estaba resignado a difundir sus ideas entre campesinos incultos y trabajadores pobres que no siempre eran capaces de seguir el hilo de su complicado discurso, sin embargo no le faltaban seguidores. Muy pocos asistían a sus prédicas por fe, la mayoría iba por simple curiosidad, por esos lados eran pocas las diversiones y la llegada del Plan Infinito no pasaba inadvertida. Después de armar el campamento salía a buscar un local. Solía conseguirlo gratis si contaba con algunos conocidos, en caso contrario debía alquilar una sala o acondicionar una bodega o un granero. Como no tenía dinero, entregaba en garantía el collar de perlas con broche de diamantes de Nora, única herencia de su madre, con el compromiso de pagar al final de cada función. Entretanto su mujer almidonaba la pechera y el cuello de la camisa de su marido, planchaba su traje negro, reluciente por el mucho uso, lustraba sus zapatos, cepillaba su sombrero de copa y preparaba los libros, mientras Olga y los niños salían a repartir casa por casa unos volantes impresos invitando al Curso que cambiaría su vida, Charles Reeves, Doctor en Ciencias Divinas, lo ayudará a alcanzar la dicha y obtener prosperidad.

Olga bañaba a los niños y les ponía sus ropas de domingo y Nora se vestía con su traje azul con cuello de encaje, severo y pasado de moda, pero aún decente. La guerra había cambiado el aspecto de las mujeres, se usaban las faldas estrechas a la rodilla, chaquetas con hombreras, zapatos de plataforma, moños elaborados, sombreros adornados con plumas y velos. Con su vestido monjil Nora semejaba una pulcra abuelita de comienzos de siglo. Olga tampoco seguía la moda, pero en su caso nadie podía acusarla de mojigatería, parecía más bien un papagayo. Por lo demás en esos pueblos ignoraban refinamientos de ese tipo, la existencia transcurría trabajando de sol a sol; los placeres consistían en unos cuantos tragos de alcohol, todavía clandestino en algunos estados, rodeos, cine, un baile de vez en cuando y seguir por la radio los pormenores de la guerra y del béisbol, Por lo mismo cualquier novedad atraía a los curiosos. Charles Reeves debía competir con los Revivals que pregonaban el nuevo despertar del cristianismo, la vuelta a los principios fundamentales de los doce apóstoles y a la letra exacta de la Biblia, evangelistas que recorrían el país con sus carpas, orquestas, fuegos de artificio, gigantescas cruces iluminadas, coros de hermanos y hermanas ataviados como ángeles y bocinas para pregonar a los cuatro vientos el nombre del Nazareno, exhortando a los pecadores a arrepentirse porque Jesús estaba en camino látigo en mano para azotar a los fariseos del templo, y llamando a combatir las doctrinas de Satanás, como la teoría de la evolución, invento maléfico de Darwin. ¡Sacrilegio! ¡El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios y no de los monos! ¡Compra un bono por Jesús! ¡¡Aleluya, aleluya.! aullaban los altoparlantes. En las carpas se aglomeraban feligreses en busca de redención y circo, todos cantando, muchos bailando y de vez en cuando alguno contorsionando en los estertores del éxtasis, mientras los baldes de la colecta se llenaban hasta el tope con las dádivas de quienes adquirían boletos para el cielo. Nada tan grandilocuente ofrecía Charles Reeves, pero era mucha su carisma, su poder de convicción y el fuego de su discurso. Imposible ignorarlo. A veces alguien avanzaba hasta la plataforma rogando que lo liberara del dolor o de insoportables remordimientos, entonces Reeves, sin ningún aspaviento de santón, con sencillez pero también con gran autoridad, colocaba sus manos en torno a la cabeza del penitente y se concentraba en aliviarlo. Muchos creían ver chispas en sus palmas y los beneficiados por el tratamiento aseguraban haber sido sacudidos por un corrientazo en el cerebro. A la mayoría del público le bastaba escucharlo una vez para engancharse en el Curso, adquirir sus libros y convertirse en adepto.

— La Creación se rige mediante el Plan Infinito. Nada sucede por azar. Los seres humanos somos parte fundamental de ese plan porque estamos colocados en la escala de la evolución entre los Maestros y el resto de las criaturas, somos intermediarios. Debemos conocer nuestro lugar en el cosmos–comenzaba Charles Reeves galvanizando a su auditorio con su voz profunda, vestido de pies a cabeza en su negro atavío, solemne ante la naranja colgada del techo y con la boa a sus pies como un grueso rollo de cuerda marinera. El animal era totalmente abúlico y salvo alguna provocación directa permanecía siempre inmóvil-. Presten mucha atención, para que comprendan los principios del Plan Infinito, pero si no los entienden no importa, basta con que cumplan mis mandamientos. El universo entero pertenece a la Suprema Inteligencia, que lo creó y es tan inmensa y perfecta que el ser humano jamás podrá conocerla. Por debajo de ella están los Logi, delegados de la luz y encargados de llevar partículas de la Suprema Inteligencia a todas las galaxias. Los Logi se comunican con los Maestros Funcionarios a través de quienes hacen llegar los mensajes y las normas del Plan Infinito a los hombres. El ser humano se compone de Cuerpo Físico, Cuerpo Mental y Alma. Lo más importante es el Alma, que no pertenece a la atmósfera terrestre, sino que opera desde la distancia; no está dentro de nosotros, pero domina nuestra vida.

En este punto, cuando los oyentes, algo aturdidos por su retórica, comenzaban a intercambiar miradas de temor o de burla, Reeves galvanizaba a la audiencia de nuevo señalando la naranja para explicar el aspecto del Alma flotando en el éter, como un borroso ecto–plasma que sólo algunos expertos ocultistas podían ver. Para probarlo invitaba a varias personas del público a mirar fijamente la naranja y describir su aspecto. Invariablemente describían una esfera amarilla, es decir, una naranja vulgar, él en cambio, veía el Alma. Enseguida presentaba los Logi que se encontraban en la sala en estado gaseoso y por lo tanto invisible, y explicaba que ellos mantenían en marcha la maquinaria precisa del universo. En cada época y en cada región los Logi elegían Maestros Funcionarios para comunicarse con los hombres y divulgar los propósitos de la Suprema Inteligencia. Él, Charles Reeves, Doctor en Ciencias Divinas, era uno de ellos. Su misión consistía en enseñar las pautas a los simples mortales, y una vez cumplida esa etapa pasaría a formar parte del privilegiado contingente de los Logi. Decía que todo acto y pensamiento humano es importante, porque pesa en el equilibrio perfecto del universo, por lo tanto cada persona es responsable de cumplir los mandamientos del Plan Infinito al pie de la letra. Luego enumeraba las reglas de la sabiduría mínima, mediante las cuales se evitaban errores gafarrales, capaces de descalabrar el proyecto de la Suprema Inteligencia. Quienes no captaban todo esto en una sola charla, podían tomar el curso de seis sesiones, donde aprenderían las normas de una buena vida, incluyendo dieta, ejercicios físicos y mentales, sueños dirigidos y diversos sistemas para recargar las baterías energéticas del Cuerpo Físico y el Cuerpo Mental, así se asegurarían un destino decoroso y la paz del Alma después de la muerte.

Charles Reeves era un adelantado para su época. Veinte años más tarde varias de sus ideas serían divulgadas por diversos mentalistas a lo largo y ancho de California, la última frontera, donde llegan los aventureros, los desesperados, los inconformistas, los fugitivos de la justicia, los genios desconocidos, los pecadores impenitentes y los locos sin remedio, y donde proliferan todavía todas las fórmulas posibles para evitar la angustia de vivir. Sin embargo no se puede culpar a Charles Reeves de haber iniciado estos estrafalarios movimientos. Hay algo en ese territorio que alborota los espíritus. O tal vez quienes llegaron a poblar esa región iban tan apurados en busca de fortuna o de olvido fácil, que se les quedó el alma rezagada y todavía la están buscando. Incontables charlatanes se han beneficiado ofreciendo fórmulas mágicas para llenar ese vacío doloroso que deja el espíritu ausente. Cuando Reeves predicaba, muchos ya habían descubierto allí la manera de enriquecerse vendiendo intangibles beneficios para la salud del cuerpo y consuelos para el alma, pero él no era de ésos, tenía a honor su austeridad y decoro y así ganó el respeto de sus seguidores. Olga, en cambio, vislumbró la posibilidad de utilizar a los Logi y a los Maestros Funcionarios en algo más rentable, tal vez adquirir un local y formar una iglesia propia, pero ni Charles ni Nora compartieron jamás esa codiciosa idea, para ellos la divulgación de su verdad era sólo una pesada e inevitable carga moral y en ningún caso un negocio de mercachifes.

Nora Reeves podía señalar el día exacto en que perdió la fe en la bondad humana y comenzaron sus silenciosas dudas sobre el significado de la existencia. Era de esas personas capaces de recordar fechas insignificantes, así es que con mayor razón se le grabaron las dos bombas de proporciones cataclísmicas que pusieron punto final a la guerra con el Japón. En los años venideros se vistió de luto para ese aniversario justamente cuando el resto del país se volcaba en celebraciones. Se agotó su interés hasta por las personas más cercanas, es cierto que el instinto maternal nunca fue su principal característica, pero a partir de ese momento pareció desprenderse por completo de sus dos hijos. También se alejó de su marido sin el menor alboroto, con tanta discreción que no pudo reprocharle nada. Se aisló en un claustro secreto donde se las arregló para permanecer intoca–da por la realidad hasta el final de sus días; cuarenta y tantos años más tarde murió convertida en princesa de los Urales sin haber participado jamás de la vida. Aquel día se festejaba la derrota final del enemigo de ojos oblicuos y piel amarilla, tal como meses antes se había celebrado la de los alemanes. Era el fin de una larga contienda, los japoneses habían sido vencidos por el arma más contundente de la historia, que mató en pocos minutos ciento treinta mil seres humanos y condenó a una lenta agonía a otros tantos. La noticia de lo ocurrido produjo un silencio de horror en el mundo, pero los vencedores ahogaron las visiones de cadáveres chamuscados y ciudades pulverizadas en una algazara de banderas, desfiles y bandas de música, anticipando el regreso de los combatientes. — ¿Se acuerda de ese soldado negro que recogimos por el camino? ¿Vivirá todavía? ¿Volverá a su casa él también? — preguntó Gregory a su madre antes de ir a ver los fuegos artificiales. Nora no respondió. Estaban en una ciudad de paso y mientras su familia bailaba con la muchedumbre, ella se quedó sola en la cabina del camión. En los últimos meses las noticias provenientes de Europa habían minado su sistema nervioso y la devastación atómica acabó de sumirla en la incertidumbre. Por la radio no se hablaba de otra cosa, los periódicos y el cine mostraban dantescas imágenes de los campos de concentración. Seguía paso a paso el relato minucioso de las atrocidades cometidas y de los sufrimientos acumulados, pensando que en Europa los trenes no se detenían, llevando implacables su carga a los hornos crematorios, y también calcinados perecían millares en el Japón en nombre de otra ideología. Nunca debí traer hijos a este mundo, murmuraba espantada. Cuando Charles Reeves llegó eufórico con la noticia de la bomba, ella consideró obsceno alegrarse por semejante masacre; también su marido parecía haber perdido el juicio, como los demás.

— Nada volverá a ser como antes, Charles. La humanidad ha cometido algo más grave que el pecado original. Esto es el fin del mundo — comentó descompuesta, pero sin alterar su largo hábito de buenas maneras.


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