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Isabel Allende - El plan infinito

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El plan infinito
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— La Creación se rige mediante el Plan Infinito. Nada sucede por azar. Los seres humanos somos parte fundamental de ese plan porque estamos colocados en la escala de la evolución entre los Maestros y el resto de las criaturas, somos intermediarios. Debemos conocer nuestro lugar en el cosmos–comenzaba Charles Reeves galvanizando a su auditorio con su voz profunda, vestido de pies a cabeza en su negro atavío, solemne ante la naranja colgada del techo y con la boa a sus pies como un grueso rollo de cuerda marinera. El animal era totalmente abúlico y salvo alguna provocación directa permanecía siempre inmóvil-. Presten mucha atención, para que comprendan los principios del Plan Infinito, pero si no los entienden no importa, basta con que cumplan mis mandamientos. El universo entero pertenece a la Suprema Inteligencia, que lo creó y es tan inmensa y perfecta que el ser humano jamás podrá conocerla. Por debajo de ella están los Logi, delegados de la luz y encargados de llevar partículas de la Suprema Inteligencia a todas las galaxias. Los Logi se comunican con los Maestros Funcionarios a través de quienes hacen llegar los mensajes y las normas del Plan Infinito a los hombres. El ser humano se compone de Cuerpo Físico, Cuerpo Mental y Alma. Lo más importante es el Alma, que no pertenece a la atmósfera terrestre, sino que opera desde la distancia; no está dentro de nosotros, pero domina nuestra vida.

En este punto, cuando los oyentes, algo aturdidos por su retórica, comenzaban a intercambiar miradas de temor o de burla, Reeves galvanizaba a la audiencia de nuevo señalando la naranja para explicar el aspecto del Alma flotando en el éter, como un borroso ecto–plasma que sólo algunos expertos ocultistas podían ver. Para probarlo invitaba a varias personas del público a mirar fijamente la naranja y describir su aspecto. Invariablemente describían una esfera amarilla, es decir, una naranja vulgar, él en cambio, veía el Alma. Enseguida presentaba los Logi que se encontraban en la sala en estado gaseoso y por lo tanto invisible, y explicaba que ellos mantenían en marcha la maquinaria precisa del universo. En cada época y en cada región los Logi elegían Maestros Funcionarios para comunicarse con los hombres y divulgar los propósitos de la Suprema Inteligencia. Él, Charles Reeves, Doctor en Ciencias Divinas, era uno de ellos. Su misión consistía en enseñar las pautas a los simples mortales, y una vez cumplida esa etapa pasaría a formar parte del privilegiado contingente de los Logi. Decía que todo acto y pensamiento humano es importante, porque pesa en el equilibrio perfecto del universo, por lo tanto cada persona es responsable de cumplir los mandamientos del Plan Infinito al pie de la letra. Luego enumeraba las reglas de la sabiduría mínima, mediante las cuales se evitaban errores gafarrales, capaces de descalabrar el proyecto de la Suprema Inteligencia. Quienes no captaban todo esto en una sola charla, podían tomar el curso de seis sesiones, donde aprenderían las normas de una buena vida, incluyendo dieta, ejercicios físicos y mentales, sueños dirigidos y diversos sistemas para recargar las baterías energéticas del Cuerpo Físico y el Cuerpo Mental, así se asegurarían un destino decoroso y la paz del Alma después de la muerte.

Charles Reeves era un adelantado para su época. Veinte años más tarde varias de sus ideas serían divulgadas por diversos mentalistas a lo largo y ancho de California, la última frontera, donde llegan los aventureros, los desesperados, los inconformistas, los fugitivos de la justicia, los genios desconocidos, los pecadores impenitentes y los locos sin remedio, y donde proliferan todavía todas las fórmulas posibles para evitar la angustia de vivir. Sin embargo no se puede culpar a Charles Reeves de haber iniciado estos estrafalarios movimientos. Hay algo en ese territorio que alborota los espíritus. O tal vez quienes llegaron a poblar esa región iban tan apurados en busca de fortuna o de olvido fácil, que se les quedó el alma rezagada y todavía la están buscando. Incontables charlatanes se han beneficiado ofreciendo fórmulas mágicas para llenar ese vacío doloroso que deja el espíritu ausente. Cuando Reeves predicaba, muchos ya habían descubierto allí la manera de enriquecerse vendiendo intangibles beneficios para la salud del cuerpo y consuelos para el alma, pero él no era de ésos, tenía a honor su austeridad y decoro y así ganó el respeto de sus seguidores. Olga, en cambio, vislumbró la posibilidad de utilizar a los Logi y a los Maestros Funcionarios en algo más rentable, tal vez adquirir un local y formar una iglesia propia, pero ni Charles ni Nora compartieron jamás esa codiciosa idea, para ellos la divulgación de su verdad era sólo una pesada e inevitable carga moral y en ningún caso un negocio de mercachifes.

Nora Reeves podía señalar el día exacto en que perdió la fe en la bondad humana y comenzaron sus silenciosas dudas sobre el significado de la existencia. Era de esas personas capaces de recordar fechas insignificantes, así es que con mayor razón se le grabaron las dos bombas de proporciones cataclísmicas que pusieron punto final a la guerra con el Japón. En los años venideros se vistió de luto para ese aniversario justamente cuando el resto del país se volcaba en celebraciones. Se agotó su interés hasta por las personas más cercanas, es cierto que el instinto maternal nunca fue su principal característica, pero a partir de ese momento pareció desprenderse por completo de sus dos hijos. También se alejó de su marido sin el menor alboroto, con tanta discreción que no pudo reprocharle nada. Se aisló en un claustro secreto donde se las arregló para permanecer intoca–da por la realidad hasta el final de sus días; cuarenta y tantos años más tarde murió convertida en princesa de los Urales sin haber participado jamás de la vida. Aquel día se festejaba la derrota final del enemigo de ojos oblicuos y piel amarilla, tal como meses antes se había celebrado la de los alemanes. Era el fin de una larga contienda, los japoneses habían sido vencidos por el arma más contundente de la historia, que mató en pocos minutos ciento treinta mil seres humanos y condenó a una lenta agonía a otros tantos. La noticia de lo ocurrido produjo un silencio de horror en el mundo, pero los vencedores ahogaron las visiones de cadáveres chamuscados y ciudades pulverizadas en una algazara de banderas, desfiles y bandas de música, anticipando el regreso de los combatientes. — ¿Se acuerda de ese soldado negro que recogimos por el camino? ¿Vivirá todavía? ¿Volverá a su casa él también? — preguntó Gregory a su madre antes de ir a ver los fuegos artificiales. Nora no respondió. Estaban en una ciudad de paso y mientras su familia bailaba con la muchedumbre, ella se quedó sola en la cabina del camión. En los últimos meses las noticias provenientes de Europa habían minado su sistema nervioso y la devastación atómica acabó de sumirla en la incertidumbre. Por la radio no se hablaba de otra cosa, los periódicos y el cine mostraban dantescas imágenes de los campos de concentración. Seguía paso a paso el relato minucioso de las atrocidades cometidas y de los sufrimientos acumulados, pensando que en Europa los trenes no se detenían, llevando implacables su carga a los hornos crematorios, y también calcinados perecían millares en el Japón en nombre de otra ideología. Nunca debí traer hijos a este mundo, murmuraba espantada. Cuando Charles Reeves llegó eufórico con la noticia de la bomba, ella consideró obsceno alegrarse por semejante masacre; también su marido parecía haber perdido el juicio, como los demás.

— Nada volverá a ser como antes, Charles. La humanidad ha cometido algo más grave que el pecado original. Esto es el fin del mundo — comentó descompuesta, pero sin alterar su largo hábito de buenas maneras.

— No digas tonterías. Debemos aplaudir los progresos de la ciencia. Menos mal las bombas no están en manos enemigas, sino en las nuestras. Ahora nadie se atreverá a hacernos frente. — ¡Volverán a usarlas y acabarán con la vida en la tierra! — Terminó la guerra y se evitaron males peores. Muchos más hubieran sido los muertos si no lanzamos las bombas. — Pero murieron cientos de miles, Charles. — Ésos no cuentan, eran todos japoneses–se rió su marido. Por primera vez Nora dudó de la calidad de su alma y se preguntó si era realmente un Maestro, como decía. Muy tarde en la noche regresó su familia. Gregory venía dormido en brazos de su padre y Judy traía un globo pintado con estrellas y rayas. — Por fin se terminó la guerra. Ahora tendremos mantequilla, carne y gasolina–anunció Olga radiante agitando los restos de una bandera de papel. Aunque pasó casi un año entre la depresión de su madre y la agonía de su padre, Gregory recordaría ambos eventos como uno solo; en su memoria ambos hechos estarían siempre relacionados. fue el comienzo del estropicio que acabó con la época feliz de su niñez. Poco después, cuando Nora parecía recuperada y ya no hablaba de los campos de concentración y de, las bombas, se enfermó Charles Reeves. Desde un principio los síntomas fueron alarmantes, pero contaba con su fortaleza y no quiso aceptar la traición de su cuerpo. Se sentía joven, todavía era capaz de cambiar una rueda del camión en pocos minutos o pasar varias horas sobre una escalera pintando un mural sin calambres en la espalda. Cuando se le llenó la boca de sangre lo atribuyó a una espina de pescado que probablemente se le había clavado en la garganta y la segunda vez que le ocurrió no se lo dijo a nadie, compró un frasco de Leche de Magnesia y empezó a tomarla cuando sentía el estómago en llamas. Pronto dejó de comer y subsistía con pan remojado en leche, sopas aguadas y papillas de recién nacido; perdió peso, se le llenaron los ojos de niebla, no podía ver con claridad el camino y Olga debió tomar el volante. La mujer adivinaba cuando el enfermo ya no podía más con los sobresaltos del viaje, entonces se detenía y acampaban. Las horas se hacían muy largas, los niños se entretenían correteando por los alrededores, porque su madre había guardado los cuadernos y ya no les hacía clases. Nora no se había puesto en el caso de que Charles Reeves fuera mortal, no lograba entender por qué se apagaba su energía, que era también la suya. Por muchos años su marido había controlado todos los aspectos de su existencia y la de sus hijos, los reglamentos minuciosos del Plan Infinito, que administraba a su antojo, no dejaban espacio para dudas. A su lado ciertamente no tenían libertad, pero tampoco los asediaban inquietudes o temores. No hay razón para alarmarse, se decía, en verdad Charles nunca tuvo mucho pelo y esas arrugas profundas no son nuevas, se las marcó el sol desde hace tiempo. está más delgado, es cierto, pero se recuperará en pocos días apenas empiece a comer como antes, seguro esto es una indigestión ¿verdad que hoy está mucho mejor? preguntaba a nadie en particular. Olga observaba sin hacer comentarios. No intentó curar a Reeves con sus bebedizos y cataplasmas, se limitaba a ponerle paños húmedos en la frente para bajarle la fiebre. A medida que el enfermo empeoraba, el miedo entró inexorable en la familia; por primera vez se sintieron a la deriva y percibieron el tamaño de su pobreza y su vulnerabilidad. Nora se encogió como un animal apaleado, incapaz de pensar en alguna solución; buscó consuelo en su fe Bahai y dejó a Olga a cargo de los problemas, incluyendo el cuidado de su marido. Ella no se atrevía a tocar a ese viejo sufriente, era un desconocido, imposible reconocer al hombre que la había seducido con su vitalidad. Se desmoronaron la admiración y la dependencia, bases de su amor, y como no supo construir otras, el respeto se le transformó en repugnancia. Apenas encontró una buena disculpa se instaló en la tienda de los niños y Olga se fue a dormir con Charles Reeves para atenderlo durante la noche, según dijo. Gregory y Judy se acostumbraron a verla casi desnuda en la cama de su padre, pero Nora ignoró la situación, dispuesta a fingir indefinidamente que nada había cambiado.

Por un tiempo se suspendió la divulgación del Plan Infinito, porque el Doctor en Ciencias Divinas carecía de ánimo para dar esperanza a otros, si él mismo comenzaba a perder la suya y a preguntarse en secreto si acaso el espíritu realmente trasciende o basta un dolor de vientre para hacerlo añicos. Tampoco podía dedicarse a pintar. Los viajes continuaron con grandes penurias y sin un propósito determinado, como si buscaran algo que siempre estaba en otra parte. Olga ocupó con naturalidad el lugar del padre y los demás no se preguntaron si era esa la mejor solución; decidía la ruta, manejaba el camión, se echaba al hombro los bultos más pesados, reparaba el motor cuando daba guerra, cazaba liebres y pájaros y con la misma autoridad impartía órdenes a Nora o propinaba un par de nalgadas a los niños cuando se sublevaban. Evitaba las grandes ciudades por la competencia despiadada y el celo de la policía, salvo que pudiera acampar en zonas industriales o cerca de los muelles, donde siempre encontraba clientes. Dejaba a los Reeves instalados en las carpas, cogía sus bártulos de nigromante y partía a vender sus artes. Para viajar usaba toscos pantalones de obrero, camiseta y gorra; pero para ejercer su oficio de clarividente rescataba de su baúl chillona falda de flores, blusa escotada, ruidosos collares y botas amarillas. Se maquillaba a brochazos, sin el menor cuidado: las mejillas de payaso, la boca roja, los párpados azules, el efecto de esa máscara, esos vestidos y el incendio de su pelo era atemorizante y pocos se atrevían a rechazarla por miedo a que de una morisqueta los convirtiera en estatuas de sal. Abrían la puerta, se encontraban ante esa grotesca aparición con una bola de vidrio en la mano y el estupor los dejaba boquiabiertos, vacilación que ella aprovechaba para introducirse en la casa. Era muy simpática si tenía necesidad de serlo; a menudo regresaba al campamento con un trozo de pastel o carne, regalos de clientes satisfechos no sólo por el futuro prometido en los naipes mágicos, sino sobre todo por el chispazo de buen humor que encendía en el aburrimiento perenne de sus vidas. En ese período de tantas incertidumbres la maga afinó el talento; apremiada por las circunstancias desarrolló fuerzas desconocidas y creció hasta convertirse en ese mujerón formidable que tanta influencia tendría en la juventud de Gregory. Al entrar a una vivienda le bastaba olisquear el aire por unos segundos para impregnarse del clima, sentir las presencias invisibles, captar las huellas de la desgracia, adivinar los sueños, oír los susurros de los muertos y comprender las necesidades de los vivos. Pronto aprendió que las historias se repiten con muy pocos cambios, las personas se parecen mucho, todos sienten amor, odio, codicia, sufrimiento, alegría y temor de la misma manera. Negros, blancos, amarillos, todos iguales bajo la piel, como decía Nora Reeves, la bola de cristal no distinguía razas, sólo dolores. Todos querían escuchar la misma buena fortuna, no porque la creyeran posible, sino porque imaginarla servía de consuelo. Olga descubrió también que hay sólo dos clases de enfermedades: las mortales y las que se curan solas a su debido tiempo. Echaba mano de sus frascos de píldoras de azúcar pintadas de colores diversos, de su bolsa de hierbas y de su caja de amuletos para vender salud a los recuperables, convencida de que si el paciente ponía su mente a trabajar en favor de sanarse, lo más probable es que eso ocurriera. La gente confiaba más en ella que en los gélidos cirujanos de los hospitales. Sus únicas intervenciones importantes eran casi todas ilegales: abortos, extracciones de muelas, costuras de heridas, pero tenía buen ojo y buena mano, de modo que nunca se metió en un lío serio. Le bastaba una mirada para percibir las señales de la muerte y en tal caso no recetaba en parte por escrúpulo y en parte para no perjudicar su propia reputación de curandera. Su práctica en asuntos de salud no sirvió para ayudar a Charles Reeves, porque estaba demasiado cerca, y si vio síntomas fatídicos no quiso admitirlos. Por orgullo o por temor el predicador se negó a ver un médico, dispuesto a vencer el sufrimiento a fuerza de obstinación, pero un día se desmayó y desde entonces el poco mando que le quedaba pasó por completo a manos de Olga. Estaban al este de Los Angeles, donde se concentraba la población latina, y ella tomó la decisión de conducirlo a un hospital. En esa época la atmósfera de la ciudad ya estaba cargada de cierto tinte mexicano, a pesar de la obsesión únicamente americana de vivir en perfecta salud, belleza y felicidad. Centenares de miles de inmigrantes marcaban el ambiente con su desprecio por el dolor y la muerte, su pobreza, fatalismo y desconfianza, sus violentas pasiones, y también la música, comidas picantes y atrevidos colores. Los hispanos estaban relegados a un ghetto, pero por todas partes flotaba su influencia, no pertenecían a ese país y en apariencia no deseaban pertenecer, pero en secreto aspiraban a que sus hijos se integraran.


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